Revista Cultura y Ocio

Juan Luis Panero, unos poemas

Publicado el 11 abril 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg

He decidido inicial una nueva sección en el blog: homenajear a alguno de los poetas que más admiro colgando aquí alguno de sus poemas. Hasta ahora me había autoimpuesto la regla de hablar en este espacio de un autor sólo si había leído en ese momento un libro suyo, con la intención de comentarlo. Voy a empezar por Juan Luis Panero Descubrí su libro Poesía completa (1968-1996) en la biblioteca del pueblo de la sierra madrileña donde he pasado la mayor parte de los verano de mi infancia, adolescencia y juventud: Collado Mediano. Tenía unos veintidós años y no era lector de poesía. Creo que arrastraba el mismo complejo ante la poesía que la mayoría de personas de este país: la poesía es algo incomprensible que te obligan a estudiar en el colegio y que no tiene nada que ver conmigo. En la biblioteca, a la que subía por las tardes a leer o escribir, hojeaba este libro y leía poemas al azar. Lo que leía era perfectamente comprensible y me emocionaba mucho leerlo. Me dejaba helado y me golpeaba con la fuerza de la mejor literatura. Al volver a Móstoles compré el libro y aunque durante el día seguía leyendo prosa, por las noches, antes de acostarme, leía unos cuantos poemas de esta Poesía completa, que con el tiempo se ha convertido en uno de los libros de mi vida. Un libro que me condujo a hacer algo que de adolescente, cuando era un lector de ciencia-ficción y terror -y soñaba con ser un escritor de ciencia-ficción y terror- nunca pensé que ocurriría: a escribir poesía.  Hasta ahora he escrito cinco libros de poesía, y creo que Juan Luis Panero me mostró el camino de mi propio estilo: poemas largos y narrativos. Gracias, Juan Luis Panero. Juan Luis Panero, unos poemas Dejo aquí algunos de mis poemas favoritos: Al abrir la Poesía completa nos encontramos con el poema Memoria de la carne; después de él sólo se puede seguir leyendo el libro:
Memoria de la carne
Por la noche, con la luz apagada,
miraba a través de los cristales,
entre los conocidos huecos de la persiana.
Como un rito o una extraña costumbre,
la escena se repetía, día tras día,
igual siempre a sí misma.
Frente a frente, su ventana,
la veía aparecer y bajo la tenue claridad de la luz,
lentamente, irse haciendo desnuda.
Sus ropas caían sobre la silla,
primero grandes, luego más pequeñas,
hasta llegar al ocre color de su cuerpo.
Andando o sentada, sus movimientos tenían
la inútil inocencia del que no se cree observado
y la imprevista ternura del cansancio.
Cuando todo volvía a la oscuridad,
los apresurados golpes del corazón
se aquietaban, con una sosegada prontitud.
De quien así ocultamente deseé,
nunca supe su nombre
y el romper de su risa es aún el vacío.
Sin embargo, allí, en la perdida frontera de los catorce años
por encima del Latín imposible
y de los misteriosos números de la Química,
el temblor detenido de mis manos,
la turbia fijeza de mis ojos sobre ella, permanecen,
dando fe de aquel tiempo, memoria de la carne.

Epitafio frente a un espejo

Dura ha de ser la vida para ti,
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.
Un año después de ya no verte
   Corrido mexicano
   Este es el corrido del caballo blanco
   que en un día domingo feliz arrancara.
   José Alfredo Jiménez
 
Olor de solitario y soledad, cama deshecha,
cegados ceniceros en esta tarde de domingo,
helado soplo de noviembre en el cristal
y un vaso medio lleno de cansancio.
Te escribo por hacer algo más inútil aún
que pensar en silencio o imaginar tu voz,
o escuchar una música herida de recuerdos,
o pedir al teléfono un absurdo milagro.
«Este es el corrido del caballo blanco
que en un día domingo feliz arrancara.»
Este es el corrido pero nadie canta
y un muerto con mi nombre, vestido con mis trajes,
me saluda y observa por los cuartos vacíos,
me mira en la distancia como si fuera un niño
y acaricia en sus dedos un rastro de ternura.
Sobre su frente inmóvil va cayendo tu nombre
y humedece sus labios una lluvia perdida.
Olor de soledad y humo de aniversario
mientras busco, dolorosamente trato de recordar,
tus dos ojos insomnes con su vaho de mendigo,
devorando su luz, ahogando su locura.
Tus dos ojos como picos de presa que se clavan
y rasgan y desgarran la piel de nuestro amor.
Soplo de embriagado recuerdo, agria melancolía
rescoldo que tu lengua aún enciende
en estas horas de strip-tease solitario
en que celebro en tu derrota todas las derrotas.
Un año después y tu pelo, tu largo pelo
ardiendo desbocado entre mis manos,
clavado para siempre en esta almohada,
recorriendo esta casa, sus rincones y puertas,
como un viento insaciable que buscase su fin.
Un año después de ya no verte,
definitivamente talando en tu memoria,
qué real sigues siendo, qué difícil herirte.
La sosegada certidumbre de esta mesa en que escribo
puede tener la pasión estremecida de tu piel
y la ropa que el sillón desordena
puede ahora ocultar el temblor de tus pechos.
Sobre tu sexo abierto y tus muslos de arena,
sobre tus manos ciegas que persiguen la noche,
qué triste es el cuchillo, qué aciaga su hoja.
Un muerto con mi nombre y mis uñas mordidas,
un cadáver grotesco, me dicta estas palabras,
me señala en los cuadros, en la pared manchada,
el destino de hoy, de este día cualquiera,
al borde de mi vida, al borde del invierno,
al borde de otro año que empieza con tu ausencia,
al borde de mis ojos y tu voz que ahora escucho.
Un año después de ya no verte,
mientras te escribo, odiando hasta la tinta,
en esta tarde de noviembre, olor de solitario y soledad,
helado soplo en el cristal vacío. Un muerto.
Un étranger

Produce cierta melancolía,
una tristeza decadente -literaria sin duda-
como algunas canciones de entreguerras
o páginas perdidas de Drieu La Rochelle,
ver a un hombre solo, apartado y distante,
en la barra de un bar con decorado internacional.
En esa imprecisa edad, tan imprecisa como la luz del ambiente,
en que ya no es joven ni viejo todavía
pero lleva en sus ojos marcada su derrota
cuando con estudiado gesto enciende un cigarrillo.
Las muchas canas y las muchas camas,
un indudable estómago que la camisa inglesa apenas disimula,
el temblor, no demasiado visible, de su mano en un vaso,
son parte del naufragio, resaca de la vida.
Un hombre que espera ¿quién sabe qué?
y aspirando el humo, mira con declarada indiferencia
las botellas enfrente, los rostros que un espejo refleja,
todo con la especial irrealidad de una fotografía.
y es aún, algo más triste, un hondo suspiro reprimido,
ver al fondo del vaso -caleidoscopio mágico-
que ese hombre eres tú irremediablemente.
No queda entonces sino una sonrisa: escéptica y lejana,
-aprendida muy pronto y útil años después-
de un largo trago acabar la bebida,
pagar la cuenta mientras pides un taxi
y decirte adiós con palabras banales.

Volver a la Portada de Logo Paperblog