Revista Cultura y Ocio

Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba, 5: Ecos de ultratumba

Por Juanmalcala

Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba, 5: Ecos de ultratumba

Fotografia  publicada en el libro «Flores de Heroísmo», del jesuita  Francisco García Alonso


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Los once y el cura pasan la noche rezando y hablando. Los militares están preocupados, como niños sentados en semicírculo alrededor del religioso y del comandante Fernando Bastarreche. La comunión de todos provoca paz. Incluso, Juan Soler–Espiauba le pregunta al confesor:
—Padre, ¿no será pecado tanta paz.
—No hijo, —le responde el cura—, la paz es tranquilidad que viene del orden y el orden coloca las cosas en su lugar. Cuando habéis cumplido con Dios y con la Patria, dándoles lo que ambos os pedían, es natural que sintáis la paz del que ha colocado las cosas en su sitio: Dios primero, Patria, después. Y todo lo demás, vida, esposa, hijos, ilusiones, carrera, subordinado y girando en torno a esos dos valores.
Los oficiales más jóvenes aprovechan para escribir los últimos mensajes a las mujeres de sus vidas, sus madres y esposas. Un oficial de prisiones que se acercó con dos jarras, una de agua turbia y otra de coñac, al ver que algunos escribían cartas recordó que no podían dárselas al cura, sino que tenían que entregarlas al Juez.
El cura intenta consolarlos. Valga la comparación, en esos momentos terribles, en los que los marinos se acuerdan de sus familias:
—Jesús también murió condenado por jueces cobardes, insultado y traicionado; también sabe lo que es dejar una madre y morir en la flor de la vida.
—Sí Padre, —le responde uno de los marinos—, nosotros morimos pero España se salva.
El cura les dio varias absoluciones, una comunión espiritual y la bendición papal. Tres veces hincaron las rodillas y rezaron el Yo pecador. Luego cogían las manos del confesor y las besaban; no con un beso, con cuatro o cinco. Vuelven a rezar, incluso a reír. De esta manera, los guardias que los custodiaban tras la puerta del calabozo creen que los condenados han perdido la razón, que tenían trastornado el juicio. Algo de eso tiene que ocurrir según se va acercando el momento de una muerte anunciada.
Para el frío materialista todo acaba con la muerte y aunque ellos, como cristianos, saben que la muerte no es el simple hecho material de hundirse en una fosa a la que echan una última palada de tierra, como el telón de la vida con la que todo se acaba, están bastante preocupados por esa huella en la tierra, por el reconocimiento de sus restos que acabarán sin duda en una fosa común. ¿No es importante, además de la recompensa de la vida eterna, la memoria personal? ¿No es importante que perdure nuestro recuerdo entre nuestros seres queridos? ¿Nuestro fin, ya que no podemos vivir, es saber morir? El cura les responde con la frase de Lacordaire: Si la vida no sirve para perderla por algo grande, no sirve para nada. Es una expresión algo acartonada, muy trágica, pero que en aquellos instantes finales de sus vidas les consuela, quizás por lo inevitable de su situación.

Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba, 5: Ecos de ultratumba

Rafael Cervera

El segundo del Sánchez Barcáiztegui, Rafael Cervera saca del pantalón dos fotos. Son las imágenes de su mujer y de sus dos hijas.
—¿Las rompo? Cuando me fusilen, serán ellos los que me registren y las rompan… Yo las romperé con amor y ellos con odio y saña. Francisco García le dijo que las dejara en el pantalón, quizás valgan para identificarte después, si llegan pronto las tropas nacionales. El marino las miró por penúltima vez con infinita ternura y las volvió a guardar en el bolsillo. El cura reflexionó sobre el amor ausente con una cita de Shakespeare: «El amor corre hacia el amor como los escolares huyen de sus libros; pero el amor se aleja del amor, como los niños se acercan a la escuela, con los ojos entristecidos». Al oír hablar sobre la identificación de los cadáveres, el Teniente de Navío D. Juan Soler–Espiauba asegura que lo suyo es fácil, le falta el dedo anular de la mano izquierda. Otro marino del Churruca, el Alférez de Navío Juan Araoz, dice que le falta el dedo gordo del pie izquierdo.
—Basta de señales, —dijo el religioso–—que no voy a poder recordar.
Sobre las cuatro de la madrugada se abre el cerrojo y aparecen el diputado D. Benito Pavón, con un traje de mono azul y sus dos bandas, negra y roja, de sindicalista al pecho y el auxiliar de telegrafista D. Sebastián Balboa, ascendido en menos de un mes a Capitán de Navío por el gobierno de la República. «¡Brillante carrera!». Sin embargo los militares se levantan del suelo y dan las gracias a Pavón por cuanto había hecho por ellos. El diputado comunista es enjuto de cara, cetrino y de voz ronca. Pregunta a los reos si quieren hacer testamento. Contestan en broma. Un marino no tiene nada. Ni un céntimo. No hay que hacer testamento; solo el Capitán de Navío, D. Rafael Cervera pide que se les conceda cristiana sepultura, ya que mueren como católicos. No parece que tal extremo esté en las manos del diputado comunista, aunque al igual que el marino con el que habla se ha educado con los padres jesuitas.
Uno de los jóvenes oficiales le pregunta al diputado si se ha tramitado la solicitud de indulto. Al fin, no había delitos de sangre y, en el caso del Sánchez Barcáiztegui, ni siquiera colaboración activa con el golpe militar al no haber habido transporte de tropas. No se escapa a la mirada del sindicalista que todavía hay una pequeña rendija por la que se cuela un rayo de esperanza en los condenados.
—Sí, se ha tramitado, pero… —deja en el aire la puerta cerrada a cualquier posibilidad.
El último número de El Socialista que se había publicado aseguraba en sus página que cualquier demanda de clemencia fatalmente tenía que desoírse, pues la guerra no consiente debilidades con los culpables. La contienda que se ventila en España se reduce a la vieja pugna entre el capricho y la ley, según el editorialista del periódico de los socialistas.
Algunos de los oficiales, pensando que el otro estaba mendigando la vida al preguntar por el indulto, le recriminaron diciéndole: –vamos, deja eso; no hay que soñar. El juez que los había juzgado, el auxiliar de radio Sebastián Balboa, los abraza llorando, para sorpresa de los marinos. Los dos visitantes se despidieron de los condenados.
Al final, los marinos reparten sus pertenencias: uno le muestra al cura su pluma, –esto es para V. Padre—, otro un crucifijo —y esto—, otro le da una estampita,—y esto—, otro le alarga un relicario con un trocito de tela—  esto. A cada ofrecimiento el sacerdote niega con la cabeza mientras les va contestando; les asegura que dará eso objetos a sus madres y esposas. Juan Soler–Espiauba le ofrece una manta al jesuita:
—Padre, esta manta me la regaló Carmina, mi mujer, ya comprenderá usted el cariño que le tengo; quiero que sea para usted.
—Vamos,—exclamó en broma el jesuita—, habéis dicho hace un momento que no tenéis que hacer testamento y voy yo a resultar vuestro heredero universal….yo no me llevo esa manta.
Las ejecuciones estaban previstas a las cinco de la mañana. Hasta  las cinco y media no empieza a amanecer en Málaga. Aún siguen las bromas; aumenta el delirio próximo al final. Uno de los marinos asegura que los rojos son unos informales, —mire que ya nos han robado media hora de cielo.
Otro de los oficiales, parece que empiezan a desvariar a la vista del inevitable final, le contesta:
—Nunca es tarde si la dicha es buena.

Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba, 5: Ecos de ultratumba

Fernando Bastarreche

Las ejecuciones empezaron a las seis menos diez minutos de la mañana.  Son fusilados en grupos de tres. Iban delante los comandantes de las dos naves, D. Fernando Bastarreche y D. Fernando Bustillo, y el segundo en el mando del Barcáiztegui, Rafael Cervera. Los dos últimos ayudaban al comandante cojo.
—Vamos, —les animó Rafael Cervera—, por Dios y por la Patria. Es nuestro turno.
Detrás, desfilan por última vez el teniente de navío D. Juan Soler–Espiauba, el Alférez de Navío, D. Manuel Sainz Chan y el resto de oficiales de tres en tres, salvo los dos últimos. Algunas fuentes, dudosas  en su verosimilitud, desfiguran la escena al querer sublimar la actitud de los marinos asegurando que van con sus uniformes, aunque sin galones ni distintivo alguno, y que se negaron a vendar sus ojos. Ambas cosas son refutadas, en honor a la verdad, por el jesuita. Lo que sí parece cierto es que alguno le recuerda a su compañero que les han robado todo menos el honor, incluso los sables; al final se quedaron encerrados en los pañoles de proa de su último destino. El sable de Juan Soler–Espiauba era, además, una joya de familia; lo había heredado, como primogénito de una saga, de sus antepasados marinos.
La escena de la ejecución es narrada por el médico de la prisión, Eduardo M. Martínez, obligado a presenciarla:
Envuelto en una manta por mi estado febril y recostado en el sofá de las oficinas de la cárcel esperaba la hora señalada. Al poco tiempo, invadieron los locales un piquete de unos 24 marineros del Churruca, al mando de un maquinista y de un joven vestido de blanco, con descomunal pistola, Auxiliar de Oficinas de la Armada, ambos con acento gallego. Entramos en conversación con la marinería, sobre todo con dos fogoneros que nos explicaron que el piquete está formado por voluntarios del Churruca. Aquella marinería andaba suelta. Comentaban lo que pasaba con cierta fruición con expresiones terribles como «voy a cazar pájaros» o, indicando el lugar a donde apuntarían; decía uno «voy a tirarle a ventre» y le constestaba el otro «pues yo voy a tirarle a fucicu». 
Una comisión de diez marineros de cada barco fondeado en Málaga, así como de la Guardia Civil, la Guardia de Asalto, los Carabineros, Infantería, y otros cuerpos del Ejército fueron a presenciar la ejecución. Una multitud de milicianos llenaban las oficinas y el patio de la prisión.
Amanecía. La luz lechosa del nuevo día de verano inundaba de sombras grotescas el patio de la prisión. Se formó el piquete de marinería. Dirige el pelotón de fusilamiento un maquinista con un sable.
—Preparen…; —sigue el ruido metálico de los cerrojos de los fusiles y el estruendo de una detonación tremenda. Una vez caidos a tierra, el maquinista los remata con un tiro en la cabeza con su enorme pistolón.
Tras la ejecución del primer grupo de tres, los milicianos siguen con el resto: —¡Venga, otro grupo!—. Y así cuatro veces. Cada grupo veía el fusilamiento de los anteriores entre el clamor y el griterío del público. Tormento espantoso que hacía temblar las piernas de algunos. —No pasa nada, —le dice un oficial a otro de los que esperan—, si te caes ya te matarán en el suelo.
Los once marinos descansan en el cementerio de San Rafael de Málaga. Tras arrojarlos a una fosa común, los taparon con cal para aniquilar los cuerpos y la memoria individual de los sublevados.
***
Tres años más tarde, en 1939, el jesuita publicó el libro «Flores de Heroísmo», basado en su primer opúsculo, «Mis dos meses de prisión». En el prólogo, el Vicealmirante Juan Cervera Valderrama, que había sido Jefe de la Base Naval de Cartagena, antes de ser destituido por el Ministro de Marina, José Giral, en los días previos del alzamiento, dice que el libro tiene «ecos de ultratumba» en una clara alusión al mensaje ideológico y a las cartas que envían lo marinos fusilados a sus familiares, sobre todo madres y esposas. Algunas llegaron a través del jesuita y otras fueron enviadas por el juez del proceso, el telegrafista Sebastián Balboa. El cura reconoce, como es de justicia, este detalle del republicano.
El autor del libro, en su dedicatoria nombra a los familiares de los héroes que ofrendaron sus vidas en Málaga, por Dios y por la Patria. El Rey se había caído del altar.
—Después de dos meses de prisión, logré escapar del infierno rojo malagueño, de la manera peregrina que la Providencia me deparó…—.  El cura escapó de la prisión gracias al Cónsul de México en Málaga, D. Porfirio Smerdou y al pasaporte falsificado que le confeccionaron en Cádiz; le habían convertido, gracias a Dios, en ciudadano de aquél país americano. El día 22 salió de la cárcel, con su pasaporte falso, a instancias representante diplomático. El día 24 mataron a toda la brigada de los curas. El señor Smerdou no pudo llevarlo al consulado porque que estaba lleno de refugiados. Es escondido en Villa Remedios, un chalé del barrio malagueño de El Limonar, propiedad de una familia boliviana. Tras varias peripecias, por fin huye a Gibraltar en el destructor británico Arrow, gracias otra vez al mismo cónsul mexicano.
De los marinos ejecutados, el joven Soler–Espiauba es el más afortunado. De él pudo sacar el sacerdote su carpeta, un reloj de pulsera, su carné militar, otros papeles y dos cartas escritas poco antes de su muerte; una a su madre y otra a su mujer. Dice el cura de él que era un joven simpático, valiente y de una fe tan recia que le dijo un día a un compañero suyo en la prisión: se tienen por buenos aquellos padres que dejan a sus hijos un buen patrimonio. Si con nuestra sangre construimos una España cristiana y grande ¿es pequeño el patrimonio que legamos a los nuestros?
Juan Soler–Espiauba escribe sentado en el suelo sobre el pavimento; con dificultad. El jesuita Francisco García define las cartas de los marinos como pétalos de rico perfume de flores de heroísmo de la Armada Española.
La primera carta de Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba está dirigida a su esposa, Dña. María del Carmen Mirones y Laguno:
Málaga a 21 de agosto de 1936. 
Mi amadísima Carmina. Ya todo se acaba. En este momento son las dos y media de la mañana y a las 5 me van a ejecutar. 
No quiero entretenerme mucho en esta carta, perdóname, pero poco tiempo tengo y quiero prepararme para el paso a la otra vida. 
No me llores, corazón, pues muero tranquilo y después de haber pasado un mes largo de horrible cautiverio que me servirá de purgatorio. Estoy convencido firmemente de que dentro de tres horas estaré en el cielo y desde allí te esperaré y contemplaré, y pediré a Dios por vosotros hasta que vengáis conmigo.
Dios es buenísimo conmigo, pues me ha dado una fortaleza inmensa para pasar este trago, y muero arrepentido de mis pecados que Dios me ha perdonado. Un confesor me espera, así es que muero confortado por este divino Sacramento.
Mis cosas no sé si te llegarán. En la carpeta que yo tenía te mando lo más esencia, que es mi reloj, para que lo lleves tú, y mi carnet con otros papeles. 
Y ahora, mi última voluntad, Carmina querida: es que seas muy cristina siempre; no hagas jamás un pecado mortal que te prive de unirte conmigo en el cielo. Sé una santa, dedícate a Dios y a tus hijos y hazlos muy religiosos, muy cristianos. Reza el rosario diariamente y, si puedes, comulga diariamente también y pide por mí. Ya te dejo para poner dos letras a mi madre y preparar mi alma. Muchos besos a todos y tú y mis mijos de mi corazón, recibid todo el cariño de vuestro marido y padre que no dejará de contemplaros desde el cielo,
 Juan.

P.S.— Cuando triunfen las derechas, solicita de viudedad mi sueldo íntegro. Dios os ampare a todos.


A su madre, Dña. María Soler–Espiauba y Rovira, le escribe:
Málaga, a 21 de agosto de 1936.
Mi queridísima madre y hermanos: Solamente puedo ponerte dos letras, pues acaban de notificarme que dentro de unas horas me fusilan con la oficialidad y los jefes del Sánchez Barcáiztegui y del Churruca.
No lloréis por mí. No sabéis lo que bueno que es Dios conmigo que no merezco tanta bondad. He pasado un cautiverio de un mes largo horrible, que me sirve de purgatorio, así es que estoy convencido de que voy al cielo derecho. Sed muy buenos para que nos reunamos allí pronto. Estoy encantado. Un sacerdote me espera para confesarme. Un jesuita. Tengo una fortaleza inmensa que me ha dado Dios en este instante. A Carmina también la he escrito. Queredla mucho que es muy buena y me ha querido siempre con locura, como yo no he merecido nunca. Quered mucho a mis hijos, ya que no me a ver más los pobres. Yo desde el cielo os protegeré a todos. Perdóname, mamá, las lágrimas que mi ingratitud te haya hecho derramar, siempre te he querido mucho, aunque no tanto como tú mereces. Muchos besos a todos y a Antonio, a Solita, a Carmen y Pepe y todo y para ti, madre, un abrazo y mil besos de tu hijo que te espera en el cielo.
 Juan.


Últimas noticias del SB
El día 28 de febrero de 1947 naufragó la lancha de pasajeros que enlazaba el Ferrol con Mugardos, conocida popularmente en el municipio coruñés como La General. El suceso ocurrió a las dos y veinte de la tarde, aproximadamente, a la altura del Cabo Leira; el Generalísimo Franco, como habían renombrado las nuevas autoridades a la lancha, se fue a pique tras ser abordada por el Sánchez Bazcáiztegui en el centro de la ría, cuando el destructor había enfilado la proa para salir a mar abierto. Algunos testigos presenciales achacaron el siniestro a la excesiva velocidad de la embarcación militar, pero oficialmente se desconocen las causas de esa catástrofe en la que perdieron la vida trece mujeres de Mugardos, la mayoría de avanzada edad. Estas mujeres volvían a su aldea tras la venta del pescado y el marisco en el mercado del Ferrol. La tripulación de la lancha se componía del patrón, J.J. Fernández «Nito», el maquinista J. M. Rey, y el marinero, Aniceto Sixto. La declaración del patrón J. Nito, fue la siguiente:

O patron declareu que ás 14:20 horas, cando se dirixía a Mugardos, veu vir o destrutor Sánchez Barcáiztegui pola amura de babor, e proseguiu co rumbo que levaba na crenza de que podía cruzalo por proa, pero ao comprender que non pasaba mandou parar e dar atrás; rapidamente o destrutor meteu a estribor pero non puido evitar o abordaxe, ao pouco xa tocara ao Generalísimo a medio metro pola proa da ponte. Ian con le a ponte o mergullador de obras do porto e un tenente de oficinas militares.
El comandante del Sánchez Barcáiztegui era, desde septiembre de 1945, el Capitán de Fragata Luis Hernández Cañizares. Casi toda la prensa de la época, entre ellos el ABC y La Vanguardia que hemos consultado, publicó la noticia de pasada; apenas un párrafo dedicado al luctuoso suceso. Al fin, eran víctimas humildes.
***
El 7 de octubre de 1965, La Vanguardia publicaba la noticia sobre el final de otro barco con historia. A los noventa años de la muerte del marino que le daba el nombre al buque, Victoriano Sánchez Barcáiztegui, se publicó en el Boletín Oficial del Estado el anuncio de la venta en subasta como «chatarra» del destructor denominado Sánchez Barcáiztegui. Era, que sepamos, el fin de una maldición; el cierre de una historia ligada, por un nombre, a la tragedia en el mar; siempre puntual a su cita con la muerte.
Un poco de los Soler–Espiauba
Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba nació en Cartagena el 8 de enero de 1907 en el seno de una familia de militares y marinos. Entre sus antepasados destacan Juan Soler–Espiauba y Gambino (1781–1849), capitán de infantería casado con Dolores de Angosto y Pinto–Carneir, hija de un Teniente de Navío de la Armada, con la que tuvo dos hijos, Juan y Ramón, los dos primeros marinos de la familia, y con el tiempo consuegros; y José Manuel Soler–Espiauba y de Angosto (1821–1882), Capitán de Navío de primera clase y Coronel de Infantería efectivo. Este se casó dos veces; de su primer matrimonio con Dña. María del Patrocinio Ruiz–Jiménez tuvo cuatro hijos, no teniendo continuidad la línea sucesoria de esta rama de la familia en la actualidad. De su segundo matrimonio, tuvo siete hijos, Francisco, Rosa, José, Carmen,  María, Luis y Amparo.
D. Juan Soler–Espiauba y Dña. María Soler–Espiauba, primos hermanos. Tuvieron cinco hijos: Juan (1907–1936), Dolores, Guillermina, Antonio (1909–2001) y Carmen (–1979).
El 7 de marzo de 1931, el ABC publicaba que la viuda de Soler–Espiauba había pedido la mano de la señorita Carmen Mirones Laguno, de distinguida familia santanderina, para su hijo Juan Soler Espiauba. Decía la nota del ABC que la boda se celebraría en breve.
El 6 de mayo de 1931, efectivamente dos meses después, se casó en la iglesia de la Concepción con la bellísima señorita Dña. María del Carmen Mirones y Laguno. Al día siguiente se publicaba la noticia en la sección Ecos de Sociedad del ABC. La ceremonia religiosa fue oficiada por el antiguo capellán del Colegio de Huérfanos de la Armada, D. Jesús Ferreiro, tras la cual se ofreció un «lunch» a la distinguida concurrencia entre la que se encontraba el Almirante D. José Rivera, el intendente general de Marina, D. Pedro Molero entre otros altos mandos de la Armada y del Ejército. Soler–Espiauba era huérfano de padre. Su madre, Dña. María Soler–Espiauba y Rovira, viuda de Soler–Espiauba, fue la madrina del enlace. Su hermana Carmina también se había casado en la misma iglesia de la Concepción, el día 27 de octubre de 1927, con José María Pérez Lozano.
Dña. Carmen Mirones Laguno no murió en Málaga en 1939 como publicamos en el libro «Crónica de un viaje al ayer». Según Carmen M., sobrina de la infortunada mujer  del marino fusilado en Málaga, su tía murió en  Madrid el 31 de mayo de 1939, el mismo día que cumplía 27 años, en un  accidente de tráfico. La aportación de Carmen M. nos la hizo llegar a través de un comentario en esta misma entrada del blog.  La madre del marino fusilado, Dña. María Soler–Espiauba Rovira, falleció en Madrid el 2 de octubre de 1956.
El padre del actual alcalde de Getafe, José Manuel Soler–Espiauba y Mirones se casó con Dña. Aurora Gallo y Ruiz ( –2011), matrimonio del que nacieron Juan, Francisco Javier y María. El primero, Juan Soler–Espiauba y Gallo, como hemos dicho anteriormente, es alcalde de Getafe; Francisco Javier Soler–Espiauba y Gallo es, desde el pasado 7 de julio de 2011, director general de Deportes del Gobierno de Cantabria.

Juan Soler–Espiauba y Soler–Espiauba, 5: Ecos de ultratumba

Fotografía del interior de la prisión publicada en el libro «Flores de Heroísmo»


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