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Las crónicas del tiempo narran que el 10 de febrero ya está en Tordesillas. En un torreón a orillas del río Duero doña Juana vivió recluída hasta su muerte a los 75 años, primero con el beneplácito de su padre y, después, con el de su hijo, Carlos I de España y V de Alemania, un hombre con sed de poder al que nunca interesó que el pueblo quisiera a su progenitora. Durante 46 años, y aunque ella siempre mantuvo el título de reina, tuvo que soportar una vida perra en la que sufriría maltrato físico y psíquico por parte de sus carceleros, quienes le dispensaban el trato que recibían los locos en el siglo XVI. Y así murió. Sola, trastornada y encerrada, sin la más mínima demostración de amor. Ese afecto es el que tal vez le hubiera sanado de la melancolía que le arrancó la felicidad. Hasta aquel día solo le consoló saber que su marido yacía en Granada, hacia donde partió desde la capilla de Santa Clara en una nueva comitiva fúnebre en 1525.
María Albilla
Periodista del grupo Promecal