Jubilado de libro es el trigésimo segundo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.
Es curiosa la mente. A menudo, nos hace recordar aquello más insignificante que hemos vivido y, por el contrario, se obstina en esconder demasiados buenos momentos: las reuniones familiares, los viajes, los sueños de infancia, la cara de esa niña argentina de rizos castaños de quien recuerdas el nombre —Anaïs—, pero no el rostro; las conversaciones profundas de las que nos encantaría volver a beber una vez más, y los abuelos; los abuelos que se jubilan tras tu primera aparición en escena y deciden acompañarte durante toda tu infancia y adolescencia. Hay mucha magia en esa decisión que, hoy, se impone más de lo que se espera; sea por trabajo, o dinero, o necesidades que solo ahora son necesidades, y antes fueron caprichos.
Mi abuelo tomó la decisión con libertad: se jubiló para ayudar a cuidar de sus nietos; para acompañarlos al colegio, y recogerlos; para ir al parque con ellos y ser un apoyo para su única hija. Cuando murió, lo había olvidado casi todo, y antes, recordaba más entre cuartillas de lo que su mente conseguía retener; escondidos en su chaqueta había nombres, y calles, y parentescos. «Benlliure, número quince», «Carmen: hija; Cándida: esposa», «nietos: Miguel, Javier y Carlos». Como en cualquier demencia, un día algo falló; después, todo se desmoronó.
Hombre en la playa, de Cecilio Pla y Gallardo (1860-1934)Los meses previos, lo olvidó todo. Casi todo. Recuerdo como, poco a poco, la argamasa que mantenía sus pensamientos se resquebrajó hasta alcanzar la base. Primero, olvidó a su mujer; después, lo olvidó todo. Casi todo. Al principio, recordaba su trabajo, su antiguo coche, el servicio militar… Después, lo olvidó. No hay tarjetas donde anotar una vida. Tras el ingreso en el hospital, solo quedó su infancia. Hablaba de su madre y de los campos que rodeaban la Pobra de Trives. Apenas recordaba, y hablaba de aquello que podía aferrarse a retener. Quizá, entonces, ni tan siquiera sabía ya quién éramos, o quién fue él.
Durante un tiempo, tampoco yo recordé demasiado sobre mi abuelo. Solo pude invocar la enfermedad y una zapatilla con la que no acertó a darme mucho tiempo atrás: un día que saqué al hombre de sus casillas y él me persiguió por el comedor con cara de pocos amigos. Lo evoqué a menudo, hasta que comprendí que nunca quiso darme, que, de haber querido, me habría alcanzado; hasta que comprendí que, sin saberlo, eso era una bendición, que podíamos estar orgullosos de que nuestro abuelo había sido una persona, con todas las letras, y que ojalá todos nosotros tuviésemos la suerte de haber vivido una infancia tan rica como para, en los momentos de mayor desconsuelo, tan solo recordar una zapatilla que nunca quiso blandirse y una enfermedad cuyo dolor intentó guardar por amor a los suyos.
Anuncios