Felipe González acaba de lanzarle una bomba social y jurídica a la conciencia ciudadana al revelar un caso en el que sólo uno de los cinco miembros de una sala del Tribunal Supremo quedó incontaminado por la presión ideológica --o de otra índole-- del narcotráfico.
Ocurrió en 1986, tras la detención en España de los capos y asesinos Gilberto Rodríguez Orejuela (El Ajedrecista), y Jorge Luis Ochoa, reclamados por narcotráfico en EE.UU., y también por Colombia, aunque por un delito menor, contrabando de ganado.
Se entabló una lucha entre la izquierda supuestamente antimperialista, que exigía que no se les entregara a la justicia estadounidense, y el gobierno de González, más realista, que deseaba mantener buenas relaciones con el entonces presidente, Ronald Reagan.
Comenzó a correr el dinero, reconoce Fernando Rodríguez en su libro autobiográfico “El hijo del Ajedrecista”. Afirma que para conseguir la extradición a Colombia su padre hizo repartir en España, también entre jueces, treinta millones de dólares.
Una parte llegó, naturalmente, a periodistas y periódicos. Al cronista, responsable entonces de Cultura y Sociedad y, dentro de ellas, de Tribunales de la Agencia EFE, le hicieron una oferta que no podía rechazar, que diría El Padrino.
Pero no la aceptó y junto con otros colegas tocados igualmente presentó una denuncia ante la Fiscalía de la Audiencia Nacional. Pese a facilitar todos los datos y estar dispuesto a prestar testimonio si se abría una causa, por algún motivo no hubo reacción legal alguna.
Mientras, y durante cuatro meses cruciales para el proceso, apareció un diario antimperialista, “La Tarde de Madrid”, que defendía la opción colombiana y atacaba “la de Reagan”. Su director era un buen hombre y viejo anarquista que había sido jefe de este cronista en una revista y que, cuando le expliqué que había recibido la oferta de los narcos, estuvo a punto de sufrir un infarto, pero no me creyó: los testaferros que habían puesto en marcha el diario eran personas honorables.
No había nada más que ver a los abogados de los narcos, entre ellos Enrique Gimbernat, Joaquín Ruiz-Giménez Aguilar, Juan Garcés, Miguel Bajo y Carlos Cuenca. Escribían artículos contra Reagan para La Tarde o eran los entrevistados estrella en otros medios.
Finalmente, sólo Gregorio Peces Barba, padre, votó en su sala del Supremo el envío a EE.UU. Algunos jueces que habían prometido hacer igual se retractaron --retrataron-- a última hora.
Felipe González recuerda que le dijo irritado a Antonio Hernández Gil, presidente del Supremo, “Acabáis de poner en libertad a unos hijos de perra, asesinos, criminales”.
La revelación aparece en el libro “¿Aún podemos entendernos?” (Planeta), escrito en colaboración con Miquel Roca y Lluís Bassets.
Naturalmente, y tras ser extraditados a Colombia, los dos grandes narcos lograron la libertad enseguida.
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SALAS