Publicado en el diario Hoy, 9 de marzo de 2011
Los antropólogos afirman que algunos de los rasgos más definitorios de nuestro nacimiento como especie son la liberación del pulgar, la posición bípeda o el uso de herramientas. Pero a mí me gusta pensar que en realidad aquello que nos hizo despejar en la escala evolutiva hacia nuestra actual humanidad fueron el juego y su fiel aliado, la risa. Si lo pensáis bien, todos aquellos animales a los que se les reconoce la aptitud para ejercer ciertas habilidades cognitivas pertenecen a especies que manifiestan conductas lúdicas. Reír y jugar, pese a que puedan parecer actos pueriles, exentos de la mediación de la inteligencia, son por el contrario las huellas más puras de nuestra naturaleza racional. Cuando reímos lo hacemos porque hemos sido capaces de reconocer la discrepancia entre un hecho lógico o previsible y otro inusual o desproporcionado en tiempo, cantidad o duración. Los actos rutinarios nunca son susceptibles de comicidad. Reímos cuando un detalle, un gesto o una situación se salen de lo común, se descontextualizan o se exageran; cuando dejamos sin reparos que la excentricidad de la vida nos sorprenda. Por esta razón, la risa de los niños carece de la continencia con la que los adultos taimados nuestras emociones. A ellos aún no se les ha inoculado la útil pero esclerotizante vacuna de la experiencia. Cualquier gesto adquiere el rango de descubrimiento fundante, recibido con natural perplejidad y alegría desinhibida.
El juego es otro rasgo identificador de nuestra especie; a través de él nos introducimos en un universo con reglas no impuestas por las contingencias de la vida, sino por el libre ejercicio de nuestra imaginación. El adulto traviste durante el juego el orden y las limitaciones que le impone su convivencia social. El juego se convierte así en una terapia a través de la que disimulamos por un momento no ser influidos por las inclemencias que frustran nuestros deseos. Lo lúdico opera de válvula de escape en el mundo de los adultos. Sin embargo, para los niños supone una herramienta esencial para crecer e introducirse en las dobleces del mundo adulto. Cuando era un crío, disfrutaba emulando a mis héroes de cine (casi siempre pistoleros o policías), reproduciendo sobre el suelo del salón familiar sus hazañas imposibles. Por mucho que los villanos evitaran eludir la justicia, pronto encontrarían en el impoluto protagonista la horma de su zapato. Eran juegos veniales, ajenos al dramatismo que aquellas historias pudieran representar en la vida real. Cada niño elegía un rol que después se encargaría de reproducir con fidelidad y emoción durante el juego. Casi nunca queríamos ser los malos; era mejor tener éxito, acabar con el villano y llevarse a la chica. Nuestros juegos calcaban fielmente los valores y las expectativas que nuestros mayores nos inyectaban sin ser conscientes de ello. Dentro del juego se expresaba lo mejor y lo peor de la sociedad de entonces: sus referentes morales de honestidad, esfuerzo y lealtad, pero también su sexismo autocomplaciente e impenitente maniqueísmo. Aún así, nosotros, los niños, éramos felices, ignorantes de estar jugando sin saberlo a ser mayores.
Nunca tuve la sensación de estar cometiendo durante mis juegos ningún delito o pecado que pudiera ser considerado por los adultos algo más que una inocente travesura. Sin embargo, aún hoy recuerdo con claridad haber participado con mis amigos en el juego macabro de lanzar dardos sobre un paredón improvisado a unas indolentes ranas con la sola intención de descubrir si realmente eran o no invertebrados. Fue este recuerdo persistente el que reflotó involuntariamente en mi memoria al leer en un periódico la noticia acerca de un vídeo inquietante que circula por Internet en el que puede verse a unos niños pakistaníes jugar a ser terroristas camicaces.
Un niño vestido de negro se despide de otros niños, colocados en fila, a los que abraza uno a uno. Algunos ríen, conscientes de estar siendo grabados. De fondo, suena una música alegre, un tanto monocorde. Uno de los niños, más mayor que el resto, reprende a otro niño por reír, obligándole con ello a tomarse en serio su papel dentro del juego. Al girarse se puede apreciar que el niño protagonista lleva embutido una especie de velo negro que le cubre toda la cabeza. Se aleja de los demás niños y se acerca a un nuevo niño vestido de blanco que pronto le cierra el paso adelantando sus dos brazos contra su oponente. El niño de negro abre su camisa y corre hacia su víctima. No tarda en alcanzarle a él y otros más. De pronto, una explosión de arena estalla alrededor de los niños. Caen al suelo, simulando su muerte instantánea. La cámara se acerca a los niños sacrificados; uno a uno va recorriendo sus rostros en plano secuencia. Los niños, metidos en su papel, no se inmutan. Están muertos, lo saben. Saben que es parte del juego, que algo así debe ser dar tu vida por el Islam y que las bombas matan. Quizá incluso alguno de ellos vio de cerca un atentado de verdad, quizá un familiar suyo se inmoló para llegar al paraíso por la puerta fácil. Nunca lo sabremos, pero podemos intuir que estos niños no son diferentes a otros niños de cualquier lugar del mundo. Solo juegan a ser mayores, solo sueñan el futuro que nosotros les mostramos.
Ramón Besonías Román