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Juego de niños II

Publicado el 19 septiembre 2013 por Verónica @1000_luna
La Guerra Civil  había acabado. La vida de Ricardo continuaba, ahora  las sirenas ya no sonaban a todas horas y ya no tenía que correr a esconderse. No de las sirenas: pronto descubriría a su nuevo enemigo.
Ricardo tenía  un nuevo hermanito, Rafael, un bebé de mejillas sonrosadas, inquieto y tragón. La comida escaseaba en casa, y por mucho esfuerzo que sus padres hacían no era suficiente. Así que Ricardo alternaba el colegio con un nuevo juego. Cada día  al volver a casa empezaba la tarea. Cogía granos de trigo y los molía, luego los cernía para separar la harina del salvado. Repartía la harina en sacos de 15 o 20 kg dejándolos preparados para que su madre hiciera el estraperlo.  Al anochecer, su madre los llevaba a un horno que había en el pueblo, donde la dueña, la señora Luisa, a cambio de unos cuantos kilos de harina se los devolvía convertidos en pan. Antes de que amaneciera su madre volvía a recogerlos. Luego en casa lo cambiaba a los vecinos por arroz, aceite, leche, huevos… Cualquier alimento era bueno para dar a sus hijos. También lo vendía para volver a comprar trigo y repetir la cadena. Una de esas noches su madre salió con los sacos hacia el horno. El camino era largo y difícil. Al peligro de ser detenida por los guardias se añadía el de las personas que movidas por el hambre eran capaz de cualquier cosa. Cuando atravesaba una zona de arboleda vio una pareja de la Guardia Civil y rápidamente se echó al suelo escondiéndose entre unos matorrales. Fue arrastrándose en silencio, las piedras del camino hicieron magulladuras en sus piernas, pero aún así continuaba avanzando. No podía permitir que la descubrieran y le requisaran  los sacos de harina que tanto trabajo le habían costado a su pequeño y mucho menos que la detuvieran. De repente uno de los guardias la vio y corrió hacia ella. La mujer, con las piernas y el cuerpo dolorido,  se levantó y comenzó a correr con los sacos en su espalda— ¡Alto a la guardia civil!—le gritó uno de ellos. Ella corría sin mirar atrás. Sacaron el arma — ¡Alto, deténgase o disparo!— No hubo más avisos,  dispararon contra ella. La bala pasó rozando el brazo, le produjo una herida y se vio obligada a soltar uno de los sacos. Llegó hasta uno de los refugios, corrió a través del laberinto de pasadizos y allí pudo despistarlos. Después, a pesar de su estado y del miedo que había pasado, continuó su camino y entregó la harina.  Volvió a casa dando un gran rodeo para evitar encontrárselos de nuevo. En casa esperaba Ricardo cuidando de sus dos hermanos, extrañado y nervioso por la tardanza de su madre. Su padre trabajaba hasta muy tarde,  enlazando un trabajo con otro y llegaba a casa de madrugada. Cuando Ricardo vio a su madre aparecer por la puerta llorando se dio cuenta de que estaba sangrando;  sintió un dolor que le oprimía el pecho, y sin poder articular palabra solo acertó a exclamar: -¡Madre! No hacía falta más, su mirada lo decía todo. —No pasa nada Ricardo, tranquilo me pondré bien—le susurró al oído mientras lo abrazaba con fuerza.  El pequeño Ricardo no podía evitar las lágrimas. Lo intentaba, tragaba saliva una y otra vez intentando deshacer el nudo que sentía en su garganta. Pero era inútil. Por una vez desobedeció algo que su padre le había dicho siempre: — Los hombres valientes y fuertes no lloran jamás. Después de acostar a sus hermanos pequeños, Ricardo ayudó a su madre a curar las heridas, mientras esta le explicaba lo sucedido. —No le digas a tu padre que me han disparado, la herida es leve y no se dará cuenta. No quiero que se enfrente a ellos, lo matarían— le rogó su madre con lágrimas en los ojos. —Esta bien madre, no diré nada, pero no volverás hacerlo más. Yo ya soy mayor, tengo nueve años madre, puedo cargar los sacos y a mí no me verán entre los matorrales. — ¡No Ricardo es muy peligroso!—exclamó su madre. —Más lo es para ti. Si tú faltas, si te detienen o te pasa algo… ¿qué será de mis hermanos? Padre no puede ocuparse de ellos. Yo iré, soy rápido y fuerte… ya lo verás, madre. Déjame demostrártelo —dijo Ricardo sonriendo y mostrando a su madre la fuerza de su  pequeño brazo.A pesar de que ella sabía lo peligroso que era también sabía que su hijo tenía razón. Un niño pasaría más desapercibido que un adulto ante los ojos de los guardias. Así que antes del amanecer Ricardo se levantó y sin miedo a nada, como si de un juego se tratara, se vistió, se calzó sus viejas botas y después de besar a su madre partió hacia horno en busca de los sacos de pan. Todo el pueblo estaba solitario, solo quedaban algunas personas que como él intentaban sobrevivir a tanta miseria. Llegó a su destino sin problemas y contento, muy contento. Se sentía orgulloso de ayudar en casa, le hacía sentirse grande, tan grande como lo era su corazón. La cara de sorpresa de la dueña del horno al abrir la puerta y verlo hizo sonreír a Ricardo. Le dijo: —Hola, señora Luisa, vengo a buscar los sacos que trajo mi madre anoche. — ¿Cómo piensas llevártelos  si son más grandes y pesados que tú?—dijo la señora mientras lo miraba de arriba abajo.  No podía creer que un niño tan menudo pudiera con esa carga. —Mire, señora Luisa… soy fuerte, muy fuerte, me paso horas con mis dos hermanos en brazos y el pequeño Rafael pesa mucho, es un glotón... Si puedo con ellos puedo con esos sacos. Además, no dejaré que mi madre corra ningún peligro nunca más—.  Dicho esto se cargó los sacos a su pequeña pero fuerte espalda y corrió tanto como el peso le permitía. Con cuidado pasó el tramo donde siempre acostumbraba a estar la pareja de guardias. Ricardo llegó a casa cansado pero orgulloso de su hazaña. — ¡Ya estoy aquí, padre! ¿Te ha contado madre donde he ido?— Sí pequeño, eres todo un hombre— exclamó su padre mientras lo levantaba en el aire  sonriéndole y llenándolo de besos. Las muestras de afecto de sus padres eran para él la mejor recompensa a su trabajo. A la mañana siguiente, el colegio le esperaba. Desayunó y se marchó más contento que nunca.Los años fueron pasando y Ricardo cada día iba tomando más forma de hombre. Su cuerpo crecía como tal; las responsabilidades ya las asumió desde niño. Sus padres lograron con esfuerzo y sacrificio comprar ganado. Siempre emprendedores, con fuerza y voluntad iban sacando a su familia adelante.  Llegó el momento en que Ricardo acabó sus estudios obligatorios. Uno de sus maestros ofreció a sus padres ayudarles económicamente para que pudiera seguir con los estudios fuera del pueblo. Vio en él a un niño inteligente capaz de acabar con éxito una carrera. Pero sus padres no podían permitirse quedarse sin su hijo mayor, lo necesitaban  para que les ayudara con el ganado. Aquí empezó una nueva etapa en la vida de Ricardo. Acabó  su juego de niños. La adolescencia le esperaba para seguir trabajando duro, de sol a sol. Mientras, sus sueños se quedaban entre las verdes montañas y el cielo azul de un pequeño pueblo.
Verónica Grau.

Juego de niños II

Fotografía: Manel Subirats.  http://instagram.com/msubirats

Mis agradecimientos a, Manel Subirats, por permitirme utilizar sus magníficas fotografías para acompañar mis textos. A  Víctor Sáez de Torregrosa, por sus recomendaciones para mejorar mis relatos y a Gonzalo Torné por su incondicional apoyo y su amistad.

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