Pues iba yo el otro día en el coche,que es donde se me ocurren el 95% de ideas para escribir cosas por aquí, escuchando la radio tranquilamente cuando, al cambiar de emisora, me encuentro con este temazo (no, a ver, si no has hecho click en el link hazlo YA y escúchalo) que sale de la nada. Y de repente mi trayecto habitual hasta casa se convierte en un viaje maravilloso lleno de colores y felicidad, mientras agito la cabeza como un poseso e intento reprimir el impulso de chocar contra todo vehículo existente para ver si los adhiero al mío. Y al salir del coche, aun embriagado por el recuerdo, me pregunté...¿Por qué no he escrito sobre Katamari en casi dos años que llevo ya metido en esto? Pues no lo se, me dije, pero vamos a remediarlo.
Hablar de PS2 es hablar de horas y horas echadas en juegos de calidad dispar. Porque si, la que fue la consola más exitosa hasta la fecha, superada solo por Wii tenía un catálogo de juegos asombroso, pero también tenía una cantidad infame de morralla. Con la diferencia de que, por esa época, yo no me pasaba el día leyendo blogs y publicaciones de videojuegos para separar la paja del grano. No, eran otros tiempos, éramos más rudos, nos arriesgábamos más...y nos comíamos muchos más mojones. Y algunos, hasta los disfrutábamos.
Pero el juego que nos atañe no es, ni mucho menos, un juego mediocre, aunque pudiera parecerlo desde fuera. Desde luego la portada con la que vino a Europa no hacía mucho por aclarar qué narices era eso de "Katamari", y más contando que yo ni siquiera había catado su primera parte. Pero era valiente, tenía la consola pirateada y, sobre todo, tenía mucho tiempo libre.
Y eso que al principio no podía creerme lo que estaba viendo: Una estética muy rara, muchos colorines y unos personajes salidos de la mente de alguien que debía de estar bastante jodido de la cabeza. Yo no sabía si apagar la consola, lanzar el Verbatim por la ventana o seguir dándole a la x a ver si la historia esta del príncipe y las estrellas cobraba sentido mientras iba avanzando. Y no,no lo hacía.
"A ver si me he enterado bien", me dije a mí mismo. "Resulta que tengo que contentar a los fans del primer juego porque les gustó mucho, pero tienen problemas en su vida que debo solucionar llevando una pelota y haciéndola cada vez más grande adheriendo las cosas que me vaya encontrando...". De locos. Pero vamos a probar. Y claro, una vez empiezas a rodar el Katamari y te ves inmerso en semejante disparate, comienzas a disfrutar de lo lindo.
Cuando te das cuenta, estás destruyendo ciudades enteras con tu bola gigante mientras mueves los sticks del mando y canturreas un "na na, nanananananana", y te das cuenta que la tontería de juego esta te está haciendo muy feliz. Esa felicidad que tienes que disfrutar sólo en tu cuarto porque te daría vergüenza admitir que disfrutas tanto con un juego de florecitas y arcoiris, pero felicidad al fin y al cabo. Y eso no lo consiguen muchos juegos.
No importa que en todas las fases haya que hacer cosas parecidas, o que los gráficos sean más bien cuadradotes y feunos. Tú sólo quieres rodar y rodar, y hacer tu bola cada vez más grande. Y si te llevas a alguno de tus primos por delante, mejor que mejor. Cuando un Katamari no es de tu agrado, repites la fase, lo haces algo más grande, y sigues canturreando la canción. Estás totalmente entregado, y no te importa en absoluto.
Te llegas a plantear cómo se le ha podido ocurrir esto a alguien, cómo lo ha llevado a cabo de forma tan brillante y cómo ha convencido a alguien de que ponga los cuartos para que tome forma. Y se lo agradeces porque, gracias a todo ese proceso estás teniendo una experiencia maravillosa, de diversión limpia, pura y adictiva. Un soplo de aire fresco entre la maraña de JRPGs genéricos que intentaban aprovechar el tirón de la Square Enix más grande. Una prueba fehaciente de que los japos tienen también ideas cojonudas, aunque últimamente no estén en su mejor momento.
Para la historia quedará esa fase en la que, si eras bueno, podías llegar a pegar a los mismísimos dioses a tu ya gigante bola, después de hacerla crecer mediante ciudades, montañas o al mismo Godzilla, entre otros muchos objetos. Un mundo cuya transición desde lo pequeño a lo gigante fluye de forma casi natural, sólamente fracturado por los necesarios checkpoints que miden el tamaño de tu Katamari.
Ni que decir tiene que después de reventar este We Love Katamari, me lancé cual hiena hambrienta a jugar a Katamari Damacy, y si bien no lo disfruté de una manera tan plena como a su secuela, le pegué también sus buenas horas, a pesar de que tenía detalles menos pulidos que su sucesor. Incluso llegué a jugar al de PSP, en lo que ha sido mi única experiencia con la primera portátil de Sony. No era lo mismo ya, había perdido parte de su magia. Quizá porque, después de We Love Katamari, su creador, Keita Takahashi, abandonó la franquicia, y eso se tiene que notar.
Termino este texto, con la sensación de que, a pesar de lo que he escrito, he sido incapaz de plasmar realmente lo que significó para mí We Love Katamari en su día. Quizá es misión imposible, debido a la misma naturaleza del juego en sí, alocado, desenfrenado y surrealista, así que os invito a probarlo si no lo habéis hecho a estas alturas. Es una orden.