Revista Sociedad
Siempre me han gustado los juegos de estrategia (a poder ser “en tiempo real”, y no tanto “por turnos”). Stracraft (cuya segunda entrega espero con ansias), Age of Empires, Empire Earth, o los Total War, incluso, son juegos que me han seducido muy especialmente, quizá como correlato a mis fantasiosas ganas, tan joviales, de dirigir ejércitos, construir ciudades, o Imperios. Podemos decir que se trata de uno de los géneros de videojuegos más existosos, junto a los simuladores deportivos o los arcade bélicos (ambas categorías, no muy de mi agrado). Si hay algo que sobresale en estos productos, son las posibilidades que prestan al jugador: ser “un dios” en un submundo virtual, y finito. Me pregunto si desde los dogmas de la Iglesia (o del Islam u otra religión), estos juegos no debieran ser prohibidos. A lo largo de la Historia se ha demostrado que “jugar a ser Dios” es uno de los grandes pecados capitales, pues por definición, la Religión implica “misterio” y “transcendencia”. Personalmente apoyo incondicionalmente a la Ciencia. Existen muy pocos reductos que puedan serle privados. El progreso del hombre se basa en la investigación, sin rígidos moldes o límites, y no me parecería legítimo que la “metafísica” pudiera imponerse “a la física” privándonos de mejoras, muchas veces saludables, en lo que se refiere a nuestra calidad de vida. Desde la ignorancia, siempre he creído en la existencia de un cierto “clero” en lo que a las ciencias se refiere, especialmente en las biológicas. Un concepto que siempre me ha picado la curiosidad es el de “especie invasora”. Tradicionalmente identificamos el concepto con las cotorras argentinas (un ejemplar de los cuales tuve por mascota, quién sabe si ello me condiciona) o los cangrejos americanos, por poner dos claros ejemplos. Se afirma, y constata, que estos seres producen gravísimos desequilibrios en los ecosistemas que los reciben, produciendo, en no pocas ocasiones, la mengua, e incluso desaparición, de las especies nativas. Tal sería el caso, muy especialmente, de las especies introducidas en las islas de todo el Mundo. Serán pocos quienes no hayan oído hablar del kiwi neozelandés o del dodo de San Mauricio. Al tratarse de especies muy adaptadas a su medio, evolucionadas virtud del aislacionismo físico de sus hogares en la naturaleza, el impacto que la introducción de especies foráneas (incluidos nosotros mismos como especie) ha causado, en algunas ocasiones, la reducción drástica de individuos, en otras, su extinción. Hace unos días, pasándome por la mejor taberna bloggera de cuantas conozco, me estoy refiriendo a “La taberna del Drunkerosteus”, me enteré de la reintroducción del bisonte europeo en España, concretamente en la localidad palentina de San Cebrián de Mudá. Se trata de siete ejemplares traídos desde la célebre selva de Bielowieza, en Polonia, todos ellos de “pura sangre” salvaje, no mestizada con ganado vacuno. Como indica mi avispado amigo bloggero, su introducción puede que tenga efectos en la conservación del urogallo, por lo que se deberá estar atento. Dicho esto, se confirma una idea que llevaba tiempo paseándose por mi cabeza, y es que me pregunto si no sería posible que estos experimentos se realizaran más a menudo. ¿Por qué no comenzar a creer en la generación de “ecosistemas artificiales”? ¿Por qué no jugar a ser divinidades creadoras de jardines del Edén? Al invocar este sueño, tal vez irrealizable, a muchos les vendrá a la cabeza del ejemplo de las islas Hawaii. Con la llegada del hombre occidental, llegaron a las Hawaii otros animales. Al igual que ocurriera en los archipiélagos del Pacífico Sur, el hombre trajo consigo a los gatos, los perros, las cabras, los cerdos... y las ratas. Las plagas de ratas en Jamaica y Hawaii fomentaron la introducción de mangostas, con el fin de que éstas las exterminaran. El resultado fue más bien funesto, las mangostas acabaron con buena parte de las biodiversidad de ambos lugares, pues se comieron los huevos de unas aves que no estaban acostumbrados a este tipo de depredadores. La introducción del siluro, caso especialmente conocido por los aragoneses, ha sido también un factor de desestabilización del equilibrio ecológico. Estos peces de gran longitud son especialmente voraces, y son capaces de acabar con las poblaciones de otros peces. Efectivamente, lo mismo que una especie puede llegar a extinguirse en su hábitat, puede llegar a acabar con otras de ser "movida" de su lugar de origen. Una vez más, nos encontramos no ante un "aspecto artificial" sino ante un "aumento de velocidad". El traspaso de especies entre los diferentes lugares es un fenómeno constante, en buena parte fomentador de la creación de nuevas especies. Los camélidos, por ejemplo, surgieron en América del Norte, y de no haberse movido de sus planicies originales, no habrían sobrevivido hasta nuestros tiempos. El dingo, el famoso cánido australiano, ha llegado a convertirse en un depredador fundamental, siendo juez del equilibrio zoológico en lo que a las sabanas autralianas se refiere. La "introducción" no es un problema, lo mismo que "el calentamiento global", lo peligroso es la alteración de velocidades que provocamos con nuestras acciones. Ojalá pudiera llegar el momento en que nuestros conocimientos nos ayuden a "alterar el medio" en pro de la conservación de las diferentes especies del Globo. El caso del bisonte europeo es un ejemplo para la experanza, pero no es el único (destaca el "reencuentro", después de siglos, del tigre y el león asiático en la India), ni tampoco el único que se practica en España (véase el problemático caso del oso pirenáico). ¿Podremos crear, innovar en lo natural, lo mismo que acceleramos los procesos naturales? ¿Sabemos fabricar "carrocerías", o sólo sabemos de "cambios de marchas"? 1) Ilustración de bisonte (dibujo del genial artista: Robert Bateman)2) Dos ejemplares disecados de dodo, Museo Nacional de Historia Natural, Londres (foto del autor).