El baile de ecos marítimos que teje Mar de memorias va presentando las piezas contrapuntísticas de un puzle que irán encajando suavemente como la solución que completa un enigma. Hilando con precisión unos músicos finísimos, en estado de gracia toda la noche, conectadísimos, traviesos y juguetones con su instrumento. Al servicio exacto de la canción, tocando la nota necesaria, ni una más, ni una menos, huyendo de acompañamientos facilones demasiado canónicos. Una cuadrilla internacional de músicos jóvenes con Max Agnas en el piano, André Santos a la guitarra, André Rosinha al contrabajo y el más veterano, Bruno Pedroso, en batería. Los cómplices de lujo de un Salvador Sobral que se demoraba un poco más que sus compañeros en llegar al escenario y que entraba bromeando al galope, ¡perdón, que estaba en el baño!
Esa actitud, vital y musical, seña de identidad del cantante portugués, fue la protagonista de, sin exageración, una de las mejores noches de música en el Maestranza que uno recuerde en los últimos años. Divertidísimo, emocionante, un nivel musical cumbre. Superó todas las expectativas, incluido el alto listón que se dejó a sí mismo en su primera visita al teatro en 2018. Salvador canta hoy aún mejor, juega con su voz como un niño virtuoso lo haría brillantemente con su juguete. En Fui veu amor canta a la caja de resonancia del piano de cola, se dirige a capela al abismo dorado del Maestranza en Sangue do meu sangue , se desata con su tremendo Paint The Town, se mece con elegancia envuelto en la bruma cohesiana del tres por cuatro mestizo de That Old Waltz, susurra con delicadeza Cançao Muda, rompe su voz, la torna crujiente, ingrávida, vocifera, rapea por Kanye West. Lo goza. Investiga todas las posibilidades de su voz. Salvador Sobral sale al escenario a jugar. To play, jouer. Lo mismo que hacer música en esos idiomas. Al pie de la letra, cantar por diversión. Jugar por jugar.
Tras Medo de estimaçao, llegaron unos bises que terminaron de desatar por el aire los gozos mayores del público sevillano. Y de los propios músicos. Éste fue uno de esos conciertos en que no sabe uno quién se lo pasa mejor, si los de arriba del escenario o los de abajo. Primero, la ternura de Amar Pelos Dois, defendida únicamente por Salvador al piano. Después, los minutos tan especiales que dejó su invitada, Lau Noah. Juntos compartieron una hermosa pieza inédita en inglés y el guiño autóctono de la noche, propuesto por la cantante, La luna enamorada, una coplita que su abuela le cantaba de niña. Todo suyo fue el escenario de la Maestranza, un pequeño placer improvisado que Sobral se dio y nos regaló: pedirle a su invitada que cantara sus Siete lágrimas. La cantante catalana embelesó a toda la audiencia y se llevó un aplauso kilométrico. Merecido, con un gusto exquisito para la composición, con una tocata en la guitarra compleja, casi barroca, un lirismo y una profundidad sorprendentes, y una bonita voz que puede recordar a la de paisanas suyas como Sílvia Pérez Cruz.
Este íntimo brochecito al concierto no fue el final. Todavía aguardaba una explosión pletórica, el éxtasis mismo. Bom vento iba creciendo hasta poner un pie en el jazz y otro en el rock, como algunas otras canciones de un Salvador que brincaba eufórico en el escenario. Pero no se quedaría en el headbanging. Sobral saltó del escenario, comenzó a cantar entre el público, cruzó corriendo todo el patio de butacas, trepó (literalmente) al primer balcón, al segundo, ¡coronó el paraíso! Volvió a bajar corriendo, esta vez por las terrazas, saltando de una a otra y de la última al escenario. Pletórico. El Maestranza se venía abajo. Qué concierto, qué show, cuánta buena música. Qué juego tan divertido. Cuando tras el concierto, la cola se hacía infinita para que el músico firmara discos a sus fans, el cantante rememoraba la hazaña reconociendo: No estaría mal morir en el Maestranza.
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