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Psicólogos y pedagogos no dejan lugar a dudas: el juego es una necesidad vital de la infancia, como respirar o comer. En las culturas primitivas ha sido siempre el principal instrumento educativo: jugando los niños aprendían de forma natural los valores, normas y formas de vida de los adultos, a controlar sus sentidos, sus movimientos y sus incipientes sentimientos, a explorar el mundo. Hoy, respecto a épocas anteriores, el juego es un bien escaso, a pesar de que nunca como ahora han estado estudiados y loados sus beneficios y contribuciones al desarrollo infantil.
Mejora la autoestima. Poder organizarse de forma autónoma, superar retos, ganar una carrera… y todo sin ayuda de adultos eleva la moral y enseña a resolver situaciones inesperadas.
Transmite valores. Insistir una y otra vez hasta dominar el yo-yo implica perseverancia. Jugar con otros exige compartir, ya sean ideas o propiedades.Y obliga a negociar, a pactar y a veces supeditar los propios intereses. También facilita el posicionamiento moral.
Da agilidad. Los juegos infantiles contribuyen a desarrollar actividades psicomotrices de todo tipo y muchos de ellos también trabajan la agilidad mental.
Socializa. Jugar supone aceptar las normas –ya sean las de una partida de chapas o las de una persecución de policías y ladrones–, acordar quién regulará las trampas, saber resolver conflictos, tomar decisiones en función de ciertos liderazgos o de la mayoría… Se aprende a interactuar con otros: a escuchar, a discutir, a pelearse, a reconciliarse.
Fomenta el autocontrol. Jugar con otros niños obliga a aceptar los límites que los demás imponen y a canalizar la frustración sin agresividad, porque si no aceptas las reglas o no te comportas de forma adecuada, los otros te dan de lado y no juegan contigo.
Fija los aprendizajes. Jugar permite a los niños asimilar y poner en práctica los conocimientos adquiridos, experimentar por sí mismos lo que en la escuela o en casa les cuentan y descubrir cosas nuevas.
Desestresa. Jugar es una fuente de placer y satisfacción, favorece la descarga de tensiones y da la oportunidad de expresar sentimientos y emociones. Jugando uno puede equivocarse sin miedo al castigo, sin presión por un posible error.
Es creativo. El juego permite el error, admite lo irreal, las incongruencias… Admite inventar personajes, construcciones o lugares inexistentes. Potencia la imaginación, la creatividad, la innovación.
Favorece la comunicación. Mientras los niños hablan de a qué jugarán, piensan y comentan la historia, reparten los papeles y se organizan para poner en marcha el juego, aprenden a expresarse y trabajan el lenguaje.
Enseña. El juego es un ensayo para la vida adulta. Y no sólo el juego simbólico, es decir, cuando se juega a cambiar de ropa a las muñecas, a comprar y vender, a médicos o a bomberos. También cuando se pactan los límites para el escondite, se discute porque alguien hace trampas con las cartas o se reparten tareas para hacer un castillo de arena se están ensayando recursos que serán fundamentales al crecer.