Lo que empezó en 1900 como guía para que los automovilistas franceses usuarios de los neumáticos Michelin supieran dónde parar para comer y dormir, es ahora la biblia que señala los mejores restaurantes del mundo.
Aunque no incide demasiado en la higiene de los cocineros, lo que incita a decir que los escrúpulos nos impiden entrar en esos lugares, cuando tenemos un problema de cartera.
Michelin concede de una a tres estrellas a maestros --sorprendentemente hay pocas cocineras premiadas--, que se han convertido también en estrellas de los medios de comunicación de todo el mundo.
Hasta en países con una grave crisis económica, como España, crean facultades de cocina las universidades, y triunfan en las televisiones los concursos de aspirantes a entrar algún día en el “Libro Rojo” Michelin.
En su imagen tradicional, estos artistas aparecen con grandes mandiles blancos, sin tacha ni mancha, y un gorro, también blanco y de alto cilindro, para absorber los sudores de la frente y evacuar sesudos vapores como si fuera una chimenea.
Pero ya casi nadie usa gorro. Quien primero apareció sin él en las televisiones fue el internacionalmente declarado durante varios años “Mejor cocinero del mundo”, Ferrán Adriá.
En las infernales cocinas los maquilladores le secaban la frente ocultamente para evitar que se viera cómo, al inclinarse sobre un plato, sus gotas lo salaban.
Ahora, los programadores hacen concursos de cocineros sin gorro, como Top Chef, y la audiencia ve a los participantes añadir como aderezo sus jugos craneales.
Acaban de darle tres estrellas al dueño de un restaurante madrileño de cabeza afeitada, menos un mechón, como un indio mohicano.
Aparece habitualmente sin gorro --ni guantes, ni mascarilla como hacen los japoneses a los que imita en sus platos--, lo que, además de su minuta prohibitiva, invita a no pagar menús condimentados con sus propios y exquisitos néctares.
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SALAS