En aquel verano de 2012, Julia emprendió su particular viaje a la luna. Acababa de cumplir los dos años y desde que nació le había llamado la atención esa bola de luz que salía en el cielo algunas noches y que otras noches se convertía en una raja de sandía luminosa.
Fue una de estas noches en que la Luna era apenas un filito de luz, cuando vio las siluetas de los duendes de la luna recortadas en el cielo.
Los duendes saben que los humanos no pueden verlos,
Por eso se sorprendieron tanto cuando vieron a Julia mirándolos fijamente, porque se dieron cuenta de que ella sí era capaz de verlos. La niña los miraba con sus grandes ojos abiertos y ellos, los duendes, miraban esos ojos grandes y se preguntaban cómo era posible que una niña de la Tierra tuviera los ojos del color de la Luna.
En ese mismo momento supieron que Julia estaba destinada a ser su princesa. ¡Nunca antes habían tenido una princesa!
Cantaban, reían y bailaban llenos de emoción. Mientras Julia los miraba, ellos se amontonaban en el borde la Luna y con sus manitas regordetas la saludaban y le mandaban besos. Hacía muuucho tiempo que no estaban tan alegres.
Y Julia supo que tenía que llegar hasta allí.
Se fue despacio, sin hacer ruido, y caminó y caminó hasta que se le acabó la ciudad. Pero la Luna seguía estando lejísimos.
Se le acabaron también los campos, y aunque desde allí parecía que con alargar la mano podría tocarla, sus deditos se estiraban sin resultado alguno.
Julia estaba ya muy cansada. Tanto, que se sentó en una piedra y un enorme lagrimón cayó de sus ojos.
En ese mismo momento, comenzaba a llover en la Luna.
Todos los duendes corrían de un lado para otro sin saber qué hacer, completamente extrañados por lo que estaba sucediendo, y es que nunca jamás había llovido allá arriba.
Entonces, Julia lo supo. Recordó la montaña, el aire helado y las cumbres cubiertas de nieve. Esa era la señal, desde ahí seguro que llegaría.
Volvió a emprender su camino. Una enorme sonrisa se iba dibujando en su cara cuando comprobaba que a medida que ascendía, la Luna estaba cada vez más y más cerca.
Los duendes, empapados y despeinados, supieron también que lo iba a lograr. Empezaron a tirarle piedrecitas que le marcaran el camino y Julia las seguía segura de que arriba del todo, sólo estaría a un saltito pequeñito de su destino. Cuando llegó, estiró los brazos todo lo que pudo, se puso de puntillas, cogió aire y … de pronto su mano se entrelazó con la del último duende de una larguísima cadena de ellos que pendía de la punta de la Luna creciente.
Y así, columpiándose entre todos en el cielo de la noche, fueron subiendo a Julia hasta su pequeño trono.
Una vez allí, los duendes le enseñaron a bailar como ellos, le dieron para comer helado de luna y agua de nube, cantaron con ella y le hicieron cosquillas en los pies. Y Julia no dejaba de reír mientras sus ojos color de luna brillaban cada vez más. Y es que se lo estaba pasando realmente bien. Se estaba divirtiendo tanto que, por un momento, se olvidó de su casa, de sus juguetes, de la comida de la Tierra…Pero llegó el final de la noche, el momento en el que los duendes de la luna se iban a dormir. Y entonces cada uno se dirigió a su pequeña camita de nube, se acurrucaron y cerraron los ojos hasta quedarse dormidos.
En ese momento, Julia se acordó de su mamá que la dormía por las noches, de su papá que la tapaba con su mantita; se acordó de Mario, su hermano chiquitín al que siempre daba un beso antes de irse a la cama. Y Julia supo que, sin ellos no podría dormir. Y supo, también, que aunque se lo había pasado muy bien en la Luna, no quería estar en un lugar que estaba tan lejos de sus papás.
Se puso muy triste y, aunque luchó por contener las lágrimas, enseguida notó que empezaba a chispear.
Todos los duendes se despertaron sabiendo qué pasaba y por qué llovía. Si Julia estaba triste, ellos también lo estarían, así que tuvieron que convocar asamblea de duendes urgente para buscar una solución y ninguno se levantó hasta que la encontraron: construirían, con trocitos de nube, un tobogán que llevaría a Julia directamente a su casa.
Se pusieron a trabajar y, enseguida, tuvieron terminado el tobogán. Julia se sentó en el borde y antes de bajar recibió mil besitos de duende y un regalo: una piedra de luna.
Era una piedra especial, la encontraron los duendes hace tiempo pero no la habían usado para jugar porque sabían que aquella piedra era diferente. Y ahora sabían por qué: cada vez que Julia quisiera volver a la Luna, sólo tendría que apretar bien fuerte la piedra en su mano y aparecería el tobogán de nube para llevarla directamente hasta allí. Ahora sí, con la piedra de luna, los besos de duende y una gran sonrisa, Julia se deslizó por el tobogán y fue a caer, suavemente, sobre su camita.
A la mañana siguiente, cuando papá la despertó con un beso, Julia abrió su mano y allí estaba: la piedra mágica que le serviría para volver a la Luna todas las veces que quisiera.
Traspalabradas.
Una constelación de madres de personajes célebres como Albert Einstein, Frida Kahlo o Peter Pan. A veces el pasado reuslta un país demasiado remoto e inaccesible. La Mamá de Arquímedes …