Revista Cultura y Ocio
Releo el drama Julio César de William Shakespeare, en la traducción de José María Valverde. No recuerdo si, hace veinte o veinticinco años, lo leí en la misma traducción. Quizá fue en otra. En todo caso, qué excepcional es siempre el cisne de Avon, qué majestad escénica, qué hervor de palabras y de emociones, de qué singulares recursos disponía. Te conmueve explicándote el modo en que Bruto se une a los conspiradores que desean acabar con la vida de César, sin necesidad de pactos verbales explícitos (“Que juren las personas de quienes no se fían los hombres, pero no manchéis la lisa virtud de nuestro empeño ni el incontenible valor de nuestro espíritu pensando que nuestra causa y nuestra ejecución necesitan un juramento”); te conmueve explicándote de qué forma decide Julio acudir al Senado, soslayando los temores de Calpurnia (“Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte, y los valientes jamás prueban la muerte más de una sola vez”); te conmueve explicando con pocas palabras la justificación asesina de sus victimarios (“El que te quita veinte años a la vida, quita otros tantos de temer a la muerte”); y te conmueve, sobre todo, con el increíble discurso funeral de Marco Antonio, modelo de oratoria y de convicción que puede (y debe) ser leído dos, tres, diez veces, en silencio y en voz alta.Todo en Shakespeare es fulgor y maravilla. Todo es grandeza. Jamás sufrirá la mordedura del tiempo, porque él fue la Palabra.