Revista Cine
“Julio César”, de Joseph L. Mankiewicz. “Cuando el verbo se hizo cine” vs “Un Shakespeare distante y solemne”
Publicado el 07 abril 2014 por Cinetario @Cinetario
CUANDO EL VERBO SE HIZO CINE
“La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas sino de nosotros mismos.”
Julio César es teatro hecho cine, quizás la mejor adaptación que se haya abordado de una obra de Shakespeare dentro de las más de 300 versiones realizadas de las piezas teatrales del autor. Sin embargo, no se trata de una adaptación cualquiera. Joseph L. Mankiewicz, su director, apuntala las tablas de esta cinta ofreciendo una auténtica lección de cinematografía. Nunca una cámara se convirtió en un cómplice tan ágil, descriptivo y resuelto de las palabras del ilustre Bardo de Avon como en esta película.
Por eso nunca dejará de fascinarnos la perfecta simbiosis que se produce en ella entre el texto dramático y el gran abanico de recursos cinematográficos que se utilizan a lo largo del metraje. En la película se prodigan picados y contrapicados que, por ejemplo, enfatizan emociones, ridiculizan la humanidad de un ‘dios – César’ demasiado mundano o admiran la astuta oratoria de un Marco Antonio vengativo. Abundan los planos que perfilan los rasgos de humanidad, grandeza e indecencia de los personajes. Y la grúa regala momentos impagables, como cuando, a bordo de un travelling, huye de un Casio (John Gielgud) que revela a los espectadores sus tenebrosos propósitos.
La película trata la conspiración que se fragua para terminar con la vida del dictador Julio César (Louis Calhern) en el año 44 a. C. y es un retrato minucioso del poder, la ambición y la envidia. Habla sobre los enigmas de la conciencia del ser humano y sobre el ambiguo concepto de la responsabilidad. Recoge el espíritu del texto de Shakespeare a la hora de mirar al complejo personaje-epicentro de la película, Julio César, observado, como es costumbre en el cine de Mankiewicz, desde diferentes puntos de vista (así, aparece como un dictador ladino que se apropia de la voluntad del pueblo con fáciles prebendas y como un líder humanista y avanzado a su tiempo).
La película es además hábil a la hora de sortear dificultades. Por ejemplo, es humilde y sobria en su escenografía (de hecho, se aprovecharon los decorados de Quo Vadis?) y sin embargo, su estética resulta barroca, llena de efectismo con sus claroscuros en blanco y negro y sus encuadres teatrales donde se dejan ver composiciones de personajes muy dramatizadas.
Sin embargo, si el film ha pasado a la historia es por el trabajo desarrollado por unos actores impresionantes. Casi todos ellos son reputados actores británicos (Guielgud, Louis Calhern, Deborah Kerr, Greer Garson). Entre ellos, destaca el trabajo de James Mason, inmenso y elegante en la piel de Bruto. El único personaje ‘honorable’, por pura coherencia, cuya mayor debilidad consistió en dejarse acobardar por el fantasma de su mala conciencia. Sin embargo, Marlon Brando, dando vida a Marco Antonio, fue capaz de perfeccionar su leyenda gracias a dos de las secuencias más impactantes que recuerda cualquier aficionado al cine: el lamento ante el cadáver de César y el monólogo ante el pueblo de Roma tras el de Bruto. Brando es pura energía, pura voracidad emocional. Brando atrae, desconcierta y vapulea anímicamente. Subyuga a la plebe que le escucha y, al otro lado de la pantalla, en esa dimensión sin tiempo en la que nos gusta dejarnos caer, a unos espectadores que nunca nos cansamos de descubrir en él su juego, su sonrisa de taimado advenedizo.
Como ejemplo, siempre es mejor la prueba irrefutable. Marlon Brando en versión original dice más que todas las críticas:
UN SHAKESPEARE DISTANTE Y SOLEMNE
Estamos sin duda ante una de las películas más fascinantes de la historia del cine, pero también ante una de las más distantes y frías adaptaciones de una obra de Shakespeare. Y es que en ella hay demasiada reverencia hacia el Bardo de Avon. En Julio César el tratamiento de la obra original es minucioso y cuidadoso en extremo su traslado a la gran pantalla, de ahí que resulte una película impecable para los amantes de la ortodoxia literaria, porque en ella encuentran la veneración hacia el verbo de Shakespeare que consideran de justicia. Sin embargo, el teatro también tiene que cobrar vida y adaptarse al medio en el que quiere crecer y fascinar.
El amor desmedido de Joseph L. Mankiewicz hacia la luz de las candilejas le hace perder de vista que su versión no es apta para todos los públicos. Quizás no estaba interesado en ver que el cine, como forma de expresión artística universal y accesible, ofrecía una oportunidad única para hacer cercanos a esos grandes creadores ‘intocables’ que a muchos les puede llegar a asustar por resultar demasiado intelectuales. Incluso aquellos que disfrutan leyendo las obras del autor ven que la película no llega a funcionar del todo. Se topan con una historia que está como fuera de lugar porque su ritmo no hace buen ‘maridaje’ con el lenguaje cinematográfico. Un ejemplo de ello es la puesta en escena, sin apenas una secuencia de respiro, de los dos monólogos que rinden homenaje a la figura de Julio César tras su asesinato. Excesivamente largas las secuencias, podrían haber perdido el interés del espectador si la maestría de Marlon Brando y James Mason no hubieran acudido a su rescate.
Sin llegar a productos ‘teenager’ como 10 razones para odiarte (Gil Junger) o versiones anodinas como Sueño de una noche de verano (Michael Hoffman), en la historia del cine hay claros ejemplos de adaptaciones más arriesgadas y brillantes de obras de Shakespeare. Otros cineastas (Orson Welles, Kurosawa, Al Pacino, por ejemplo), sin complejo de inferioridad, han revisado la obra del autor con naturalidad y restándole ‘teatralidad’. Incluso respetando el texto y el espíritu de la obra han buscado un latido nuevo, un ritmo propio, una puesta en escena que respirase de forma diferente al romper, por ejemplo, barreras de tiempo y espacio.
En esa irreverencia artística, en esa manera tan libre de convertir en cine la obra del autor había más respeto hacia Shakespeare que el que muchas veces le puede brindar una visión más atávica. Es curioso que esa especie de ‘nostalgia’ hacia el teatro y sus gentes que tan buenos resultados le dio a Mankiewicz al crear una obra maestra como Eva al desnudo, le ponga la zancadilla, precisamente, cuando se mete en faena al realizar la adaptación de un clásico.
Algunas interpretaciones también contribuyen a marcar esa sensación de distancia que pone de por medio la película con el espectador. Resultan demasiado envaradas, demasiado apoyadas en el academicismo. Estamos seguros de que un grande como Gielgud lució impecable interpretando a Shakespeare en el teatro. Sin embargo, parece demasiado cantarín y recitativo en la gran pantalla. En muchas ocasiones le hemos visto más relajado en la piel de otro tipo de personajes, por así decirlo, menos clásicos. Resultaba entonces tan cinematográfico, vivo y visceral como Brando clásico e inmortal en esta, pese a todo, esta obra maestra.
Para finalizar os dejamos, en esta ocasión doblado, otro gran monólogo de la película, donde se aprecia mejor la técnica del gran Mankiewicz:
Etiquetas: adaptaciones literarias, James Mason, Joseph L. Mankiewicz, Julio César, Marlon Brando, Shakespeare, teatro y cine
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