Carola Chávez
Lleva años viajando por el (primer) mundo, en una carísima gira cinco estrellas, financiada por bolsillos que no son el suyo -y que querrán recuperar su inversión, por supuesto-, con el único fin de suplicar a la llamada “comunidad internacional” que intervenga en Venezuela, que la bloquee, que la asfixie. La historia de un perfecto cipayo. Su inclinación a la vileza se remonta a su infancia, en un colegio ultraconservador, en un salón lleno de varoncitos como él, con copetes a lo Rafael Caldera, pequeños Rafaelitos de cuatro años, empezando su proceso de formación para asumir, en el futuro, el liderazgo del país. Allí, en ese salón de niños cool, en una esquina, con sus cejas pegadas y su mirada de bolsa, Julito pasaba el día entretenido, robándose los Pepitos de la lonchera de Luisito Pietri Azpurua, y achacando el robo, un día a Carlitos Mirabal Sosa, otro a Gustavito Roche, a cualquiera, a menos Fernando Guedez Méndez que era el más grande del salón y pegaba durísimo. Julito descubrió temprano el perverso placer de ser, a la vez, el perpetrador y acuseto pantaleto de todo lo malo pasaba en su salón. Era tan torcido Julito, que cuando tocaba confesión, el niño de cejas de cepillo de limpiar pocetas, no confesaba al cura del cole sus pecados, sino los de sus compañeros de clase, que se ganaban la penitencia sin haber pasado por “Go”. Así Julito se convirtió en Julio, el que aprovechaba para copiar en los exámenes, mientras el profe de física regañaba a Rodrigo Vecchio por copiar, gracias a Julio que lo acusó de copión. Así pasó por la escolaridad, rodeado del profundo desprecio, no solo de sus compañeros de clase, sino de los profesores que no entendían cómo un muchacho tan joven podía ser tan rastrero y vil. Así pasa por la vida. Se quedó calvo y echó barriga. Sus cejas indomables resisten la depilación láser, como su esencia rastrera se resiste a la dignidad. Hoy Julio va por el mundo, coleccionando desprecios, suplicando y aplaudiendo sanciones contra su país, pidiendo más, mientras clama preocupación por el pueblo que sufre los efectos del bloqueo; y lo hace con esa misma cara de cínico despreciable que ponía cuando se pasaba el recreo comiendo Pepitos, pegado a la ventana del salón, mirando a Carlitos Mirabal, castigado, sin recreo, por un Pepito que no robó. Anuncios &b; &b;