Charles Hutchins @ Flick.com (CC)
Junio es el mes en el que todo cobra sentido. Los duraznos enrojecen, los mangos amarillean y los aguacates comienzan a llenarse. Cuando se alargan los días, el sembrado de los melones se transforma en un campo minado de pelotas amarillas. Y también por estas fechas la enredadera de marchita explota de flores marcianas, que se abren y se cierran en el intervalo de una tarde.
Da gusto ver los bancales en esta época del año. En el más pegado al patio hay un desfile foliar de acelgas de penca roja, espinacas de verano, coles de Bruselas y lechugas romanas. En el más lejano, hileras militares de puerros carentan y zanahorias nantesas. Y por los centrales, edificados de tutores, trepan los tomates San Marzano y las arvejas del país.
No ha sido fácil llegar hasta aquí. Trazar y extender el riego, calcular los marcos de plantación, levantar y fijar los bancales, reconvertir las tarjeas en macetas alargadas, extender el estiércol, compostar y roturar… Por no hablar del agotador combate contra sucesivas armadas de trips, pulgones, escarabajos, moscas y polillas.
Ha merecido la pena. Subido en la azotea de poniente, en el atardecer de solsticio, contemplo orgulloso el resultado de tanto esfuerzo imaginario. De todas las fases de esta neoruralidad sobrevenida, soñar será siempre mi favorita.