Contraviniendo mi estúpida norma auto impuesta para evitar auto-espoilearme en lo concerniente a mis colaboraciones con los simpáticos compañeros de UnLibroAlDía voy a salir aquí con una reseña de un libro que sacaré más adelante con ellos. No la misma, pero sí el mismo libro. Bueno: he dicho auto impuesta y es completamente así. Pero es que decidí algo como segmentar mis áreas de alcance (debo haberlo explicado en algún post autoreferencial pesadísimo) y eso acarrea dejar un poco de lado la cuestión literaria aquí. Cuestión aclaratoria zanjada, haré lo que ya hice con algún otro libro, incluyendo esas despachadas a gusto que fueron mis opiniones sobre Cosmópolis y Chesil Beach (gérmenes, por cierto, de lo que algún día, cuando todos nos decidamos, será ese blog conjunto machacando grandes obras de todos los siglos que a nosotros no nos lo parecen).
Pues sí: vaya por delante mi absoluta admiración por cualquier tipo que, siendo escritor de ficción, elija una camiseta Technics para fotografiarse y lo haga ante unas estanterías funcionales de esas que le ponen los pelos de punta a mucha gente: parece estar gritando que alguien la ordene. Pero Junot Díaz no se conforma con eso. Acabo de descubrir, leyendo los relatos de su primer libro Los Boys, de 1996, a un escritor de los que escasean. Es a los escritores sesudos (o sea, los que se ponen siempre la mano en la barbilla para posar, cosa que él solo ha hecho una vez, y estoy seguro de que está arrepentido) lo que un jugador de fútbol formado en la calle a esos talentos diseñados en las escuelas técnicas desde los cuatro años. Cero superficie, todo contenido. Sus relatos tienen un aire casual y suburbial que transpira credibilidad. Son relatos sin grandes pretensiones ni grandes hechos que los aglutinen, son una especie de películas corales con siete u ocho grandes actores secundarios porque el presupuesto no daba para más y se trata de que a la gente les suenen las caras. Los Boys me parece una de las óperas primas más descaradas que he leído, y no voy a calentarme la cabeza con comparaciones. Puede que una: el Fabíán Casas de Los Lemmings, pero trasladado de Buenos Aires a Santo Domingo (de donde es oriundo Díaz, aunque escribe en inglés) o a New Jersey (donde reside). No me caliento la cabeza, digo: ahora mismo la TV me entretiene desde un rincón de mi casa con una astróloga que me explica que una de cada doce personas del planeta (o sea, todos las que comparten mi signo del zodíaco - véase grandes frases de Sheldon Cooper para saber qué pienso yo del zodíaco) van a pasar una semana fenomenal. E imagino a personajes de Díaz, sentados en sofás desgastados y desvencijados ante la TV, prestando atención a esta embaucadora y pensando (añádase una jerga de slang latino) que la semana que viene cambiará mi suerte. Jodido Díaz: tiene una novela más (La maravillosa vida breve de Oscar Wao) otra colección de relatos recién publicada llamada Así es como la pierdes, ambas con espectaculares opiniones y relaciones de galardones de esos de segunda fila que son los que me gustan de verdad. Que se joda el premio Planeta mientras exista el concurso de narrativa corta del norte de la provincia de Soria. Junot Díaz, con un leve parecido con mi amigo Pedro, ya que estamos, es de esos escritores transversales que, seguro, te firma un autógrafo cuando te ve por la calle porque está tan sorprendido de que alguien le conozca como tú de encontrártelo. Es otro de esos ejemplos vivos de USA como aglutinador de talentos mestizos (Teju Cole, Hari Kunzru, algunos otros que me dejo), y es uno de esos autores que, a diferencia de algunos otros (me repongo trabajosamente de un espectacular fracaso con Pynchon), no necesita de un libro de instrucciones ni de una preparación previa (física y espiritual) para disfrutarlo a conciencia. Sus personajes moran en las esquinas, en los bares, en los sofás, y, seguro, pasan noches en las comisarías porque se quedaron sin saldo en el celular para avisar a los amigos. Son míseros y cometen errores pero están vivos y, a poco que puedan, quieren seguir estándolo.