….sólo
en la cárcel me di cuenta de un hecho banal del que no siempre estaba seguro:
de que yo era poeta. No era poeta por el hecho de escribir poemas (lo hacía en
raras ocasiones) ni de componerlos mentalmente en la cárcel para sintetizar mi
estado de ánimo. Ni tampoco por haber sido amante de la poesía desde pequeño ni
por apreciar en mucho los poemas más logrados —lo uno y lo otro son aspectos
secundarios, aunque importantes. Y tampoco porque deseara —como sostienen
algunos— convertir mi vida en una obra de arte, en un poema; al contrario,
nunca soporté el dandismo de Oscar Wilde y hubo épocas en las que sentí una
fuerte atracción por la fealdad, la bajeza y la vulgaridad. Para colmo, la
lectura temprana del Diario de un seductor y de O lo uno o lo otro
de Kierkegaard me había hecho consciente de mi aversión hacia el «hombre estético». Cuando era muy joven,
deseaba acabar en la alcantarilla como el clochard borracho (estuve
cerca de conseguirlo en mi periodo dadaísta) o, todo lo contrario, vivir como
un filósofo anacoreta en la pobreza más extrema, lo que probablemente será mi
futuro. También experimenté durante largas temporadas la necesidad de ocultarme
en la mediocridad… Mal, muy mal. En general toda mi vida ha transcurrido a
rachas. ¿Qué tiene que ver esto con una obra de arte? «Usted
ha administrado mal su vida», me dijo después de la
guerra el profesor Askanas, mi sabio médico, a quien debo tanto y que con su
rugosa mano de hierro me ha sostenido en los momentos más críticos de mi
enfermedad crónica. Tenía razón. En Zamarstynów no sólo sometí mi vida a
un examen de conciencia —hacía tiempo que estaba acostumbrado a hacerlo—, sino
que también me concentré en el análisis espectral de las derrotas, los pecados
y los oprobios que recordaba o que arrancaba por la fuerza del olvido —lo de
allí fue un verdadero dies irae, dies illa…—, y así afloró todo lo que
había permanecido oculto hasta el momento. Y precisamente entonces me di cuenta
con claridad de que siempre había vivido en poète. Mi vida nunca ha sido
una vida filosófica: durante los estudios acabé de convencerme de que los
anhelos de posee el conocimiento universal, la mathesis universalis,
eran vanos, y me desanimé, ya que las verdades parciales, relativas, no me
atraían. Tampoco ha sido la mía una vida religiosa, una búsqueda de Dios, como
me imputó un crítico: el cielo se conquista al asalto o pasito a pasito; en
cambio yo, incluso en la época de mis éxtasis religiosos en las cárceles
soviéticas y, esporádicamente, en la Polonia comunista, he sido religiosamente
pasivo, y así lo expuse en Caligrafías:
Le seduce la
verdad. Y le repele.
Se somete ya a la
fuerza de atracción,
ya
a la de repulsión, como un nadador
que se ha dormido
en las aguas calmas
de
una ensenada
junto a las
medusas y, ¡cuán semejante
a
ellas!,
entregado tanto a
la ola
que se lo lleva
como a la que lo
hace retornar.
Pero
tú, vida mía, eras la interminable búsqueda de un sueño gigante donde, en una armonía
más antigua que las leyes, permanecían los humanos y los animales, las plantas
y las quimeras, las nubes, las estrellas y los minerales — un sueño que cayó en
el olvido, porque tuvo que ser olvidado, y que busco con desesperación, aunque
nunca encuentre más que unas esquirlas trágicas ocultas en la calidez del
prójimo, en una situación peculiar, en una mirada, tal vez en un recuerdo, en
un suplicio más doloroso que de costumbre, en un instante, en la piel — y eso
que te he amado con locura, en las voces, en las voces. De ahí que, en lugar de
armonía, haya desgarro, fragmentación. ¿Tal vez ser poeta sea eso y sólo eso?
Aleksander Wat (1977): Mi siglo. Confesiones de un intelectual europeo
Traducción de Jerzy Slawomirski y Anna Rubió.