Lorena Alemán
En las últimas semanas hemos sido testigos del gran fenómeno de Jurassic World, la cuarta entrega de Parque Jurásico, escrita y dirigida esta vez por Colin Trevorrow, y producida —cómo no— por el célebre Steven Spielberg.
Más de veinte años después de comenzar el fervor cinematográfico por los dinosaurios, Jurassic World se presentaba a principios de este año como un gran acontecimiento cinematográfico, teniendo en cuenta los nuevos recursos tecnológicos de los que podría beneficiarse en esta segunda década de siglo. Sin duda volveríamos a encontrarnos con esas fieras del Triásico a lo grande, con efectos más logrados, más impresionantes. Sin embargo, y pese a haber logrado el mejor estreno de la historia, la experiencia jurásica ha resultado, en general, poco innovadora e incluso reiterativa.
La historia de Jurassic World se centra, de nuevo, en el uso —y abuso— que ejerce el hombre de la madre naturaleza para el entretenimiento humano. Tras más de veinte años de haber fracasado el primer parque, la ambición de un grupo de genetistas conlleva a su reapertura en la Isla Nublar. El impacto sobre los asistentes del parque temático es, cuanto menos, desorbitado; con enormes fieras que irrumpen desde sus escondites para alimentarse ante miles de ojos impresionables y una escala de satisfacción, según sus dirigentes, del 90%.
Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), científica y jefa del parque, deberá enfrentarse a la peor de sus pesadillas cuando la Indominux Rex, un nuevo dinosaurio modificado genéticamente, escape del recinto aniquilando todo a su paso. Owen Grady (Chris Pratt), exmilitar y entrenador de dinosaurios, la acompañará en el intento de manejar la actitud de los animales, no pudiendo evitar las erróneas decisiones corporativas, pero sí siendo el personaje clave para la supervivencia de los protagonistas a lo largo del largometraje. El resto ya lo conocemos: más y más seres humanos engullidos continuamente por los dinosaurios.
Lo mejor de Jurassic World
Desde luego que Jurassic World es fiel a la tensión argumental de las entregas anteriores, con momentos de infarto que saben generar angustia en el espectador, a lo que se suma su espléndido impacto sonoro y visual. Posee, además, ciertos añadidos interesantes que siembran la curiosidad desde el principio, como el hecho de presentar a una bestia que ha sido creada artificialmente para ser más grande, más despiadada e incluso más inteligente. Una mezcla explosiva que genera enormes ansias por conocer a ese ser monstruoso, el gran protagonista, ese al que todos han venido a ver.
En cuanto al guion, la estructura de la trama posee una perfecta construcción —aunque convencional—, a través de un engranaje de detalles que van encajando adecuadamente a medida que se desarrolla la historia. De hecho, la muestra de entrenamiento de Owen hacia los raptores al comienzo de la historia otorga al film una gran verosimilitud y, a su vez, es crucial para el momento final, cuando se evidencia su habilidad para el control de los animales. También es relevante la aparición del Dr. Henry Wu (B. D. Wong), ex-genetista que supone una significativa conexión con la primera entrega de la saga.
Tanto el detonante como los puntos de giro son brillantes. Véase ese momento en el que el joven empleado cae en la jaula de los Velociraptors; o cuando los trabajadores se convierten en presa fácil dentro de la jaula de la Indominux. Asimismo, destaca el buen encadenamiento de complicaciones que otorgan a la película esa atmósfera asfixiante —aunque lejos de las primeras partes— que le corresponde por temática: tras la fuga de la Indominux, la de las aves carnívoras (Pterosaurios), que a su vez sobrevuelan al Mosasaurus, concluyendo con la liberación de los raptors y nada menos que la de la T-Rex. Un compendio de trabas que pondrán en duda la supervivencia de las figuras protagonistas.
Tiene Jurassic Word además algún vestigio de humor —ese momento previsible entre los dos analistas, que es truncado por ella al decir que “tiene novio”, supone una parodia del género romántico— y dos grandes momentos dramáticos. Uno corresponde a la experiencia de Hoskins (Vincent D’Onofrio) con su antiguo compañero, un lobo —ese ser salvaje— que lo salvó del intento de asesinato por parte de su mujer (“le arrancó un brazo”). Esto introduce una reflexión sobre la relación de respeto y honestidad que se da entre el humano y el animal, algo ya plasmado en infinidad de filmes, y que Jurassic World replantea desde una perspectiva contraria: la relación de destrucción entre el humano y el animal.
No obstante, la escena más emotiva se da tras el reguero de Apatosaurus que la Indominux deja campo a través. En el último hálito de vida de una de ellas, Owen tiene un momento para tranquilizarla, consolarla en su agonía, y advertimos la humanidad de ambos protagonistas que son conmovidos por la mirada de ese animal inocente, víctima inevitable de ellos mismos.
Lo peor de Jurassic World
Sin detenernos en el convencionalismo de su argumento, la mayor desventaja de la película es su carácter predecible, de manera que, nada más comenzar, el espectador puede adivinar sin margen de duda el final de los acontecimientos: la fiera escapa de la jaula, los protagonistas luchan de la mano contra él, la fiera es capturada o asesinada —¡uy! amplíese el margen de duda— y ellos son felices y comen perdices. Esto es Hollywood, amigos.
Jurassic World posee una trama vacía en sustancia y contenido. La historia del parque jurásico se repite sin rodeos ni rompecabezas, pero endulzada con una sensiblería fuera de tono desde el relato secundario: chica dura acaba derritiéndose ante la heroicidad de su pretendiente. Al fin y al cabo, forma parte del arco de transformación del personaje. Por otro lado, el efecto “dinosaurio” carece de valor sorpresivo, siendo lo que se esperaba de esta entrega dos décadas después de la original. Tanto es así que la Indominux apenas posee perspectiva y, salvo en alguna ocasión, no se aprecia la magnitud ni la identidad del animal. El factor sorpresa de su modificación resulta, a su vez, casi ridícula; puesto que, aun sabiendo que su genética constituye una mezcolanza entre las más brutales alimañas, los protagonistas se llevan las manos a la cabeza cuando descubren que tiene genes de rana. ¡Claro!, es que los inversores querían llevar al dinosaurio a luchar en Afganistán —aunque no lo parezca, supone una buena resolución de guion.
Por último, cabe señalar un detalle no tan significativo, pero sí exasperante. A medida que avanza la trama no deja de atormentarme la curiosidad de cómo la protagonista puede correr delante de un dinosaurio sobre esos tacones. Y no se queja, oye, ni una sola vez se tuerce un tobillo. Hemos de agradecer que con tanta carrera al menos se le rizara el pelo, una lección de veracidad que aporta sin querer.
En conclusión, la moraleja de esta gran producción queda representada por la lucha final entre las dos bestias: la Indominux Rex contra la Tiranosaurus Rex de la primera entrega. Tras el despiadado duelo de tiranas, la T-Rex reduce a la Indominux y vuelve a coronarse vencedora de la secuela. La isla queda deshabitada para ella, reina soberana, quien desde lo alto de una azotea demuestra su dominio sobre la isla, y con un rugido se reafirma como la más poderosa de las especies. Toda una metáfora de esa primera entrega de Spielberg que no podrá ser superada por una modificación genética ni por cualquier otra especie protagonista de sucesivas secuelas. Esa T-Rex no debió haber salido a luchar contra la Indominux, porque Jurassic Park (1993) es insuperable.
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