La España bronca de los viajeros románticos se volvió apacible, escarmentada por la guerra civil, y aunque soporta sin violencia la corrupción, podría acudir a ella para responder a los acosos, atracos y asaltos individuales.
Los jueces, encargados de garantizar la paz ciudadana, tienen a su servicio las leyes y las policías para aplicarlas, pero hay algunos que actúan como elementos antijusticia, lo que pone en peligro, precisamente, la tranquilidad social.
A la vista de algunos autos, sentencias, resoluciones y hasta declaraciones, hay jueces que, abusando de la independencia de su jurisdicción, actúan a su antojo abusando del buenismo.
Liberan sistemáticamente a los que dañan a las personas directa y personalmente: carteristas, asaltantes de viviendas y tiendas, atracadores, incluso homicidas que deberían encerrar.
El ciudadano aplaude y le da las gracias a los jueces que detienen legalmente a presuntos grandes delincuentes, como el expresidente de Cajamadrid o de la CEOE, Díaz Ferrán, o que investigan a Urdangarin y a la Infanta Elena, a Bárcenas, o a quien sea necesario del PP, del PSOE o de los demás partidos.
Pero aborrece seguramente más que otros liberen inmediatamente a quien le atracó a que reciba igual trato el gran estafador que ve lejano, aunque su rapiña sea más gravosa.
La tendencia judicial creciente a excusar a quien lesiona directamente está llevando a muchos ciudadanos a aplaudir la venganza personal, la antijusticia.
La justicia sufre cierto atolondramiento actualmente: que el presidente de Supremo y del Poder Judicial alegue “libertad de expresión” para justificar el acoso de piqueteros a cualquier ciudadano, aunque sea político, a su familia y en su vivienda, es un desvarío.
Ningún jurista solvente confunde los derechos de manifestación y de expresión, que son distintos, y si el superior lo hace, el país está sometido a una insolvente antijusticia suprema.
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SALAS
