Revista Opinión
El combate y captura de los grandes dictadores y terroristas que han osado enfrentarse en los últimos decenios a Occidente es imparable y también drástico. EE UU, como brazo justiciero, salda estas cuentas con la muerte fulminante del enemigo, sin confiar en juicio alguno ni otra condena que no sea la simple eliminación física del criminal capturado. El último en caer en manos de este destino inexorable ha sido el líder del denominado Estado Islámico Abubaker al Bagdadi, quien había proclamado, en 2014, el sangriento califato de ISIS (en sus siglas en inglés), alentando una rebelión en Siria e Irak que extendió el terror más allá de aquellas fronteras, mediante atentados indiscriminados en países europeos y de otros continentes.
Fuerzas especiales de EE UU anunciaron su muerte como consecuencia de una operación militar desarrollada en el norte de Siria, donde se escondía y fue acorralado hasta acabar suicidándose, al verse sin salida, detonando un cinturón explosivo. Para el presidente norteamericano Donald Trump, “murió como un perro, como un cobarde”, como calificó su muerte en una intervención bochornosa, pero propia de un mandatario soez. Se trata del último capítulo, que no el final, de una política justiciera por parte de EE UU, que parece preferir la “ley del talión” a la hora de ajustar cuentas con los perseguidos, grandes criminales que merecen pagar por sus crímenes, en vez de proceder a su captura y puesta a disposición de un Tribunal que los juzgue y condene con la máxima severidad, preservando, en la medida de lo posible, sus vidas, para no comportarnos igual de sanguinarios que ellos. Es cierto que los sátrapas asesinos no se dejan atrapar tan fácilmente ni levantan los brazos para entregarse de manera pacífica. No obstante, esa oportunidad debería presidir todas las actuaciones encaminadas a su captura, en consonancia con la superioridad moral de la civilización occidental y los valores que la sustentan, como son el respeto de los Derechos Humanos y la integridad de toda vida humana.
Llama la atención que no se trata del primer caso de ejecución fulminante de un perseguido desde que comenzara esta especie de “guerra” sin cuartel contra el fanatismo yihadista que lideró Osama bin Laden, cuando creó Al Qaeda. Este personaje, de origen saudí, fue el primer terrorista en organizar ataques directamente en suelo de EE UU, que se saldaron con el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, el 11 de septiembre de 2001, en el que murieron miles de personas inocentes. Fue entonces cuando EE UU asumió que el fenómeno yihadista suponía un enfrentamiento abierto que debería saldarse con la eliminación física de los líderes terroristas. Diez años estuvo EE UU persiguiendo al fundador de Al Qaeda hasta que, en mayo de 2011, pudo abatirlo en su refugio de Pakistan mediante una operación especial de los Seal, unidades de élite del Ejército. Tras matarlo y tomar muestras de identificación, arrojó su cuerpo desde un portaviones al mar, sin dejar constancia documental que corrobore estos hechos. Es otro ejemplo de esa Justicia drástica que Occidente está aplicando contra sus enemigos más peligrosos y detestables.
Ya anteriormente, en 2003, el Gobierno de George W. Bush había declarado la guerra a Irak, aunque no tuviera nada que ver con el ataque a las Torres Gemelas, y sus soldados capturaron a Saddam Hussein, el dictador que gobernó aquel país durante 24 años, de 1979 a 2003, en un zulo cerca de Tikrit, su ciudad natal. Una coalición militar en la que participó España, liderada por EE UU y sin respaldo legal de la ONU, invadió el país árabe con la excusa de que poseía “armas de destrucción masiva” que jamás fueron halladas, hasta la fecha. Pero aquella vez se pudo coger vivo al prófugo, que fue entregado a un gobierno provisional para que un tribunal iraquí, ambos controlados por EE UU, lo encontrara culpable de “crímenes de lesa humanidad” y lo condenara a muerte. Fue ahorcado en diciembre de 2006. Así, al menos, el dictador tuvo un simulacro de Justicia y las imágenes de su ejecución fueron difundidas en todo el mundo a modo de advertencia: quien la hace, la paga.
Sin embargo, más cruenta y sádica fue la suerte que corrió Muamar el Gadafi, otro déspota que había estado gobernando Libia durante 42 años hasta que unas revueltas, patrocinadas por EE UU, acabaron con su régimen y grupos armados rebeldes, apoyados por la OTAN, lograron derrocarlo, apresarlo en su huida y asesinarlo de la manera más despiadada inimaginable. Gadafi era un dictador con ensoñaciones de un imperialismo socialista, a semejanza del panarabismo de Nasser, que no dudó en patrocinar, entrenar y armar grupos terroristas de medio mundo, por lo que era cómplice de muchos atentados que sesgaron la vida de centenares de occidentales. Su captura y castigo eran merecidos, pero sin el salvajismo con que fue realizado.
Todos estos ejemplos de “justicia del talión” sirven para evidenciar una característica común: que el fin justifica los medios y que la venganza puede nublar las razones de hacer justicia ante hechos execrables que deben ser castigados. Pero de otro modo. No defiendo a los asesinos, pero si nuestra propia defensa y nuestra justicia se ejecutan como hacen ellos, asesinando sin más, escasas razones encontraremos para justificar una justicia que se guía por el “ojo por ojo” y aplica aquello de “quien a hiero mata, a hierro muere”. Tal vez sea el único método eficaz de actuar contra unos criminales que no están dispuestos a dejar de matar, pero no resulta consecuente con unos valores cívicos y morales que decimos encarnar, ni tampoco resuelve el terrible problema del terrorismo, puesto que alimenta el odio de un fanatismo que continuará buscando sucesores que lideren sus acciones terroristas.
Ni los centros de internamiento y torturas, como el de Guantánamo, ni las ejecuciones sumarísimas mediante operaciones militares consiguen cambiar unas mentes fanatizadas que declaran su enemistad asesina a Occidente. Sino que serán la ley, el respeto a los Derechos Humanos y la supremacía moral de nuestras democracias los que acabarán por derrotarlos, al demostrarles la equivocación e inutilidad de sus conductas y los prejuicios con que perciben una sociedad occidental que sólo persigue ser justa, plural, tolerante y pacífica, también en su relación con la sociedad islámica, con la que desea convivir en paz, mutuo respeto y en enriquecedor intercambio cultural.
La verdad es que ignoro cómo podríamos defendernos, capturar y juzgar a estos déspotas asesinos sin renunciar a nuestros principios, pero lo que sí sé es que sólo con la ley del talión y una justicia de aniquilamiento sin garantías judiciales no se podrá acabar con el fenómeno del terrorismo yihadista. Ni ningún terrorismo. A lo mejor es que será cierto lo que decía Hobbes sobre que la concordia entre los hombres es artificial, puesto que estamos más inclinados al dominio que a la sociedad. Y por eso estamos en una guerra patente o latente de todos contra todos. Poco habríamos avanzado, si fuera así, desde entonces.