Qué cierto es aquello de que Dios aprieta pero no ahoga. Porque si Dios hubiera querido que La Segunda fuera mi primogénita, en lugar de este alma cándida que es mi hija mayor, otro gallo me cantaría. Y sería una marcha fúnebre además de funesta.
Ya lo decía Molinos con más razón que un santo, la misión secreta de toda madre es amargarle la existencia a su primera hija. Queramos o no esta verdad absoluta se impone en nuestros destinos y no hay hija mayor que pueda escapar a tan terrible profecía.
Algo tiene esta relación enfermiza que establecemos con nuestra primera hija que nos hace exigirles más y perdonarles menos, mientras las convertimos en cobayas involuntarias de nuestros experimentos maternales.
Para más inri, las mayores suelen ser calcos exactos de sus padres, lo que nos enamora y exaspera en la misma medida, igual que podríamos acuchillar a nuestros maridos un Lunes cualquiera y renovar los votos matrimoniales el Martes de buena mañana.
Por fortuna La Primera, como su padre, es de emociones simples y no conoce el rencor. No como La Segunda que cada vez que le regaño me pone cara de estar anotando en su contabilidad emocional todos los asientos que justificarán que pase mi vejez en una residencia de cuarta. La Segunda, pese a su cara angelical y su melena dorada, ni olvida ni perdona. Eso lo tengo claro.
La Tercera también es harina de otro costal. Si bien no es de rencillas a largo plazo como La Segunda que prefiere mascar su venganza lentamente, La Tercera es de cobrarse las deudas del karma en cuanto prescriben. No había acabado yo de expulsar a La Quinta de mis entrañas cuando La Tercera empezó a pasarme factura por todos los abusos cometidos durante los nueve meses de embarazo. Ahora cada vez que le pido me coja algo me contesta dicharachera que lo coja yo “que ya puedez gacharte sin la tripa gorda mamá”. A continuación aplaude muy ufana para dejar clarísimo que mi recién recobrada flexibilidad es una buena nueva para todos.
A La Cuarta no la tengo calada todavía. De momento está tan contenta con el su regalo de cumpleaños, La Quinta, que todo le parece bien. Apenas ha amanecido y ya está preguntando por su hermana menor desde la cuna. A grito pelado. Le canta, le compone poemas de dos versos y cada vez que me ve me pregunta por ella. Si llora me avisa, si le doy el pecho se lía a darle besos plagados de mocos y otras secreciones poco recomendables para la higiene de un recién nacido. Cuando la acuesto llora su ausencia con pena infinita.
Como todo buen amor de los que matan es inasequible al desaliento, un segundo de despiste y ya tiene el dedo en el ojo de La Quinta que aguanta estoica los embistes entusiastas de su predecesora.
Entre tanto La Primera, carne de mi carne, primer fruto de mis entrañas, acepta resignada su papel de hermana mayor. Cuatro veces destronada a la tierna edad de ocho años, cambia pañales, pone pijamas, embute espinacas, les lee un cuento cada noche y todavía encuentra tiempo para ser una niña de ocho años con todas las chaladuras que ello implica. A veces, cuando se le acumulan las labores de hermana mayor, me mira muy seria y me recuerda que hubo una época en la que yo sólo era su madre y de nadie más. Ese es su privilegio, sólo suyo, el vago recuerdo de que un día algo lejano nos tuvo a su merced. Angelito.