Revista Opinión
Este triste animal que es el ser humano lleva enquistados en sí mismo una serie de irresolubles problemas. Está condenado, Aristóteles, a vivir en sociedad pero resulta que los otros son precisamente su infierno, Sartre, y necesita que alguien medie en sus conflictos con los otros para que la puñetera vida sea medianamente aceptable. De aquí la idea de la justicia como el insoslayable instrumento capaz de poner paz en donde es realmente imposible, porque el hombre, yo lo sé muy bien por mi propia experiencia, es absolutamente incapaz de percibir la justicia cuando el caso se refiere a sí mismo. De modo que el problema con el que ya se enfrentara Ulpiano cuando dijo aquello de que justicia no es sino dar a cada uno lo suyo es el de si hay realmente un sólo hombre capaz de ser imparcial cuando administra justicia y parece ser que no si nos atenemos a la psicología más o menos freudiana porque el hombre es, también, un animal de complejos, de tal manera que es imposible que se mantenga al margen de un asunto en el que se hallan implicados éstos, tal como ha demostrado hasta la saciedad la ciencia médica. ¿Entonces, es posible afirmar que el hombre, todo hombre, cualquier hombre es capaz realmente de juzgar con plena imparcialidad? Ya he contado varias veces, por aquí, que yo sostuve que no en los postres y discursos de una comida de todos los jueces de mi región, a la que fui invitado en mi condición de Decano de los Procuradores de Cartagena. Dije yo, entonces, hace ya la friolera de unos 15 años que tal vez llegue un tiempo, si la informática sigue perfeccionándose, en que la gente se pregunte cómo fue posible que hubiera un tiempo en el que se permitiera que unos hombres juzgaran y condenaran a otros hombres. Si uno se asoma fríamente al panorama judicial, desde cualquier puente, queda sobrecogido porque ve cómo las sentencias de los tribunales son esencialmente distintas sobre el mismo caso según sea la ideología predominante entre los componentes de dichos tribunales. El caso, o los casos, de Garzón son realmente paradigmáticos. Garzón era el juez Campeador para todos los ciudadanos de ultraderecha porque no sólo se cargó a un ministro de la teórica izquierda sino que estuvo a punto de cargarse al mismisimo presidente del gobierno, la famosa X, que tuvo la osadía de llevarle a él como 2º candidato en las listas de la referida izquierda a las elecciones generales y, luego, vaya usted a saber por qué, se olvidó de él al confeccionar las listas de ministros. Y el Campeador, Dios que buen vasallo si obiera tenido buen señor, dimitió de su aventura política, volvió a su juzgado, abrió el cajón en donde había guardado cuidadosamente la causa por una serie de actos que atentaban contra lo dispuesto en el Código penal, y que él, olvidó muy convenientemente por cierto en orden a su propia carrera política, y procesó a todo el que se le puso por delante, proceso que concluyó situando en la cárcel a la cúpula entera del ministerio de Interior, uno de aquellos a lo que él aspiraba, dados sus numerosos méritos adquiridos en su dura lucha contra el terrorismo etarra. Pero el hombre, ya lo dijimos al principio, es un ser triste sometido a una serie de pulsiones psicológicas que pueden ser personalmente idomeñables de tal modo que si uno quiere ser el mejor de los jueces de la historia española tiene que aspirar a los más alto y ¿puede, en España, haber una cumbre más alta que la que ocupa el hombre que durante 40 años estuvo sentado junto del mismisimo Dios, en ese Olimpo católico al que hemos dado en llamar el Cielo? Y el Campeador fue y lo intentó, intentó derribar de ese Olimpo o de ese Cielo, sentencia mediante, al que probablemente sea el hombre que más firmemente se asentó nunca en la jefatura del Estado español, un Estado que tiende por esencia a ser fascista, totalitario. Y esto es lo que yo nunca acabaré de comprender: que él, Garzón, que, como yo, llevaba decenas y decenas de años mezclado con esa turbamulta de gente que participa en la administración de la justicia, no supiera que allí rigen inexorablemente, con toda la inexorabillidad del mundo, una serie de leyes que, ríanse ustedes de las de gravedad y otras leyes científicas, hacen intocable una serie de principios absolutos: 1) la intangibilidad del poder real, no en el sentido de rey, no, sino de realidad, del poder que realmente gobierna el mundo; 2) la consiguiente intangibilidad del primer mecanismo de seguridad que vela por el cumplimiento de la norma anterior: los jueces son por sí mismos intangibles de tal modo que ¡ay de aquel que se atreva a rozar con la pluma más leve del ala de un ángel a uno de ellos, más le valiera atarse una piedra al cuello y arrojarse de cabeza al mar!, y Garzón se atrevió también a vulnerar este precepto: fue la pieza básica para que el grupo Prisa pudiera cargarse a su compañero y amigo el juez Gómez de Liaño, de modo que en aquel lejano tiempo firmó su propia sentencia de muerte como juez, que ahora sus compañeros de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo están inexorablemente ejecutando. De modo que Garzón es, tal vez, el procesado más culpable que ha habido en el mundo porque 1º, hizo todo lo posible para que unos ciudadanos se cargaran a un juez, 2º, se atrevió a alzar su brazo contra el auténtico poder: inició causas penales contra la ultraderecha española, caso Gürtel, y 3º) atacó al que seguramente es el dios más terrenal que pisó este mundo nuestro de todos nuestros pecados, Franco: no se pueden cometer más torpezas, no se pueden cometer más estúpidamente más delitos, de modo que tal como dije un día del pobre Zapatero, entonemos un requiem por el juez Campeador, porque hace ya algún tiempo que, como juez, está muerto.