Hace una infinidad de años, en los albores de la transición, apareció en el diario El País una noticia que para la inmensa mayoría de sus lectores mereció escasa atención: Ha muerto el poeta Justo Alejo, tal era el titular. El poeta zamorano se había suicidado lanzándose al vacío desde un cuarto piso, vestido con el uniforme de gala (era militar) del Ejército del Aire. Tenía cuarenta y cuatro años. Ese dato viene a propósito de una curiosa cooincidencia vivida estos días que paso a relatar: al poco de concluir el prólogo a la poesía completa (que aparecerá en enero en Bartleby Editores y no en este otoño, tal y como estaba previsto) de Javier Egea, el poeta granadino que se suicidó en 1999, me han llegado, por correo certificado, dos de los libros de mayor relieve de Justo Alejo, publicados en un solo volumen: ALACIAR y monuMENTALES REBAJAS
En diciembre de 2007, recordando mis primeros pasos como crítico literario, publiqué, a partir del comentario de un lector (Manuel Ángel se llamaba) una entrada en mi blog titulada "Del tiempo abolido regresa Justo Alejo" que terminaba con las siguientes palabras: "Un poeta magnífico, tan olvidado como necesitado de recuperación y de lectura crítica, que casi treinta años después de aquel artículo en Mundo Obrero" (fue mi primera crítica en papel impreso) "que me ha recordado, con emoción, Manuel Ángel, reivindico. Brindo, en este final de 2007, por una nueva vida para la obra de Justo Alejo". Pues bien, esa nueva vida va construyéndose poco a poco y este doble libro editado por la Universidad Popular de San Sebastián de los Reyes así lo pone de relieve.
Justo Alejo fue un poeta vanguardista que, además y tal y como apunté al principio, fue militar, psicólogo del Ejército del Aire y (algo enormemente atípico siendo militar bajo el franquismo), tal y como se deduce de las libros que dejó escritos, progresista, hombre de izquierdas, lector apasionado de César Vallejo y de otros poetas de las primeras décadas del siglo. Murió muy joven y en un momento especialmente interesante en su trayectoria poética, lo que inevitablemente me lleva a pensar en su evolución posterior en caso de no optar por el suicidio (siempre nos preguntamos hasta dónde habrían llegado Lorca, o Miguel Hernández, o tantos artistas que mueren jóvenes) y por la entidad de su obra de haber podido madurar plenamente.
Dos años mayor que Félix Grande, cuatro que Manolo Vázquez Montalbán y tres que Antonio Martínez Sarrión, estoy convencido de que habría dado a la literatura española de la segunda mitad del siglo XX nuevas obras de alto nivela de calidad, además de aportar una óptica de la realidad cultural de Castilla y León cuando era Castilla la Vieja que iba a enriquecer nuestra mirada.
Soñador empedernido, devoto de una poesía en permanente experimentación, su vida y su obra, forjadas en la ciudad de Valladolid, fueron parte de un impulso policéntrico cuyo fin era renovar la poesía española de la época. Empezó a escribir en los años de la revista Claraboya, aquel proyecto poético que, de la mano de Agustín Delgado, Mateo Díez, Merino y tantos otros, intentó conciliar experimentación y vanguardia con conciencia crítica, con un trasfondo ideológico marxista. Vivió en paralelo a poetas mayores o coetáneos como Francisco Pino, Claudio Rodríguez o Antonio Gamoneda y ejerció oficios diversos tras iniciarse, a los 14 años, en la Escuela de Formación Profesional de RENFE en la ciudad de León.
Potro de herrar. Formariz de Sayago, lugar de nacimiento de Justo Alejo
Tuve el honor y la inmensa satisfacción de que mis dos primeros libros, editados en la mítica Endymion, dirigida por otro castellano leonés --en este caso de Valladolid--: Jesús Moya, tuvieran como compañía en el catálogo, a principios de los ochenta, El aroma del viento, de Justo, el libro que me llevaría a descubrir a un poeta poderoso, vanguardista y profundo a la vez, y a estrenarme en el duro y extraño oficio de la crítica literaria.
El pasado viernes, al tener en mis manos el libro que se acaba de reeditar, no pude impedir que mi mente regresara a aquellos días que recuerdo invernales, al cuchitril de la calle San Bernardo en que Moya combinaba su labor editorial con el cuidado de gatos callejeros (deambulaban entre las estanterías como si aquella nave/almacén que se extendía tras el cuchitril fuera su patria definitiva). He vuelto a las tardes de Fuentetaja y a los cuentos, entre la real y lo imaginario e irreal, de José María Merino, recogidos en el libro Cuentos del barrio del Refugio, ambientados en ese barrio del centro de Madrid en el que pasado el tiempo se ubicaría el primer parlamento autonómico de la democracia (la Asamblea de Madrid), y por cuyas calles, como un personaje extraído de cualquier película neorrealista, caminaba, siempre con paso firme aunque oscilante, el compañero, camarada y amigo Jesús, con quien tanto queríamos y aprendíamos. En la mano, llevaba siempre una bolsa en la que unas veces había sobras o pienso para los gatos y otras (la bolsa era distinta) libros, manuscritos o recortes de periódicos.
Recuerdo mi entusiasmo de aquellos días leyendo y releyendo los poemas de Alejo para escribir la crítica encargada para Mundo Obrero diario. El aroma del viento, con aquellas tapas de color amarillo anaranjado y de frágil cartulina, fue un compañero por los cafés, por los restaurantes de menú y funcionarios y albañiles, por las cafeterías próximas a Noviciado, al que durante meses no pude abandonar. Recuerdo, además, que a aquel libro solía acompañarle, en mi carpeta, otro también editado por Moya en Endymion: Viento de medianoche, del poeta búlgaro Peiu Yávorov, prologado y traducido nada más y nada menos que por Juan Eduardo Zúñiga (una auténtica joya, como el de Alejo, que como algunos otros títulos publicados por Jesús Moya en aquel tiempo, está pidiendo a gritos reedición).
Portadas de dos joyas poéticas editadas por Endymion a principios de los 80
He comenzado a escribir en esta entrada de ALACIAR y de monuMENTALES REBAJAS, los libros reeditados del poeta de Formariz de Sayago y, como si de la magdalena de Proust se tratara, el solo nombre de Justo Alejo me ha llevado en busca del tiempo perdido (¿perdido?), me ha trasladado a los años en que lo descubrí. Sé que no soy el único seguidor apasionado de la obra de Alejo. Que hay otros lectores, sobre todo en Castilla y León, que tienen hacia ella una especial querencia. De entre todos, destacaré dos: el poeta Antonio Piedra, que prologa esta nueva edición de los dos libros, y la poeta, codirectora de la colección que lo acoge (y, seguro, "culpable" del rescate) Guadalupe Grande. Para ella, el poeta y su obra no son algo nuevo, conocido hace poco puesto que sobre Justo Alejo escribió hace algunos años (en 2002) en el espacio Rinconete, del Centro Virtual Cervantes, un magnífico artículo (pinchad y leed), de plena vigencia ocho años después. Hoy, Lupe hace honor a aquel artículo asumiendo el padrinazgo editorial de Alejo en Madrid. Y, de seguro, colaborando en la elaboración del hermoso cartel, pleno de sabor de época y de vanguardismo casi näif, que invita, para dentro de una semana, a la presentación del volumen. Todos estamos invitados.