Juventud perdida
31 agosto 2013 por Carlos Padilla
Yo, en mis tiempos de gloria sobre la pista.
La otra tarde me entró la depre con el tema de la edad. Uno se va a acercando a los 40 y en ocasiones (perdonen los más viejos) siento que la vida se me escapa entre los dedos, que tendría que haber hecho más cosas en menos tiempo y ese tipo de vainas. Total, que me encontraba en pleno bajón y tenía que ponerle remedio, porque no va a quedarse uno todo el día así, entrando en barrena por algo inevitable. Eso sí que sería una pérdida de tiempo. Entonces, ¿cómo se resuelve una caída libre emocional de este tipo? Pues está claro: haciendo las cosas que hacías cuando tenías 17 años para sentirte otra vez joven.
Este instante de desánimo me cogió mientras caminaba. Porque esa es otra, ahora me he convertido en un señor cuarentón que dice que sale a hacer footing por La Laguna, cuando en realidad solo camina. De hecho, el otro día me pareció encontrarme en el parquito con mi yo de hace 20 años, sentado en un banco. Juraría que escondía un canuto encendido detrás del banco para que no lo viera.
—Esta juventud está perdida… ¡Pero si soy yo! ¿Cómo es que nunca acabé atracando bancos para pincharme porros? Da igual, la juventud está perdida… —me dije.
Después de pasar por delante de mi propia visión y mirarla según el tradicional ritual de desaprobación viejuna decidí que ahora que estaba otra vez en forma, gracias sobre todo a las dos semanas que llevaba saliendo a caminar, podía dar el paso y recuperar mi afición de aquellos años: el patinaje.
Siempre quise ser patinador profesional, con mi malla retro de lentejuelas doradas, marcando paquete y girando veloz sobre la pista, pero los estudios y luego el trabajo acabaron con una carrera deportiva prometedora. Había llegado la hora de ajustar cuentas con mi pasado. Así que me fui al Decathlon y me dejé llevar por las escaleras mecánicas hasta el piso de arriba. Allí conseguí una malla negra muy bien de precio, una cinta de felpa para la cabeza y una camiseta de lycra gris rebajada.
—¿Quiere bolsa, señor?
—No, no. Me lo llevo todo puesto.
Salí al aparcamiento y abrí el maletero del coche. Allí seguían mis patines Cejudo de cuatro ruedas. Parece que fue ayer cuando los guardé ahí detrás para tenerlos siempre a mano. Me los calcé, ajusté bien los cordones y me puse en pie, tomando impulso para coger velocidad, una vez, otra y otra… Surcaba el aire sorteando múltiples obstáculos, libre como el viento, rápido y ligero. Y llegó el momento de hacer mi mejor pirueta, aquel salto abriendo las piernas que marcó estilo en La Laguna de principios de los noventa y que llevó a muchos a compararme con el gran Alexei Yagudin. Me agaché, mantuve la velocidad, aguante el aire unos segundos y brinqué con todas mis fuerzas.
No recuerdo lo que sucedió en los cinco minutos siguientes. Desperté tirado en el suelo, boca arriba y con las piernas abiertas a lo Leroy Johnson, rodeado por los curiosos. Dos miembros del personal de Decathlon me observaban con preocupación, sujetando un desfibrilador. Al parecer, la malla no resistió la violencia de la pirueta y se rajó, dejándome el culo al aire; la camiseta se me había enrollado bajo los sobacos durante el salto, empujada por la barriga; y sí, abrí las piernas, pero no a la altura suficiente como para que me diera tiempo de cerrarlas al caer. Cualquiera diría que había acabado allí después de una juerga sadomaso en la Ostra Azul.
—¿Está usted bien, joven? —me preguntó una abuela cargada de bolsas.
Y entonces, en mi desgracia, volví a ser feliz.