Jean-Jacques Rousseau afirmaba que la civilización nació cuando la especie humana empezó a levantar barreras. Es una observación muy perspicaz. En efecto. Todas las civilizaciones son producto de la falta de libertad en parcelas. Sólo hay una excepción: los aborígenes australianos. Ellos preservaron hasta el siglo XVII una civilización sin barreras. Eran libres hasta la raíz. Podían ir a donde les apeteciera, cuando les apeteciera, hacer lo que les apeteciera. Su vida era, literalmente, un constante ir de aquí para allá. Y andar de un lado para otro era, para ellos, una profunda metáfora de la vida. Cuando llegaron los ingleses y construyeron cercas para encerrar a los animales domésticos, ellos no podían entender de ninguna manera qué significaba aquello. Y, como eran incapaces de comprender aquel principio, los tacharon de seres peligrosos, antisociales, los expulsaron al desierto. Así que también te recomiendo a tí, Kafka Tamura, que tengas cuidado. Al fin y al cabo, los que mejor sobreviven en este mundo son los que levantan barreras altas y fuertes. Y si te opones a ellos, te expulsarán al desierto.En Kafka en la orilla, de Haruki Murakami (pág. 479). Entrañado en mundos opuestos, en distopías y ensoñaciones, destinos y casualidades, tsunamis alfabéticos y miradas descarnadas, Murakami arroja al caos de cal a un joven Kafka Tamura cuya existencia él mismo desconoce. Preso en un drama griego donde el nudo regurgita durante toda la trama -y he aquí el ritmo trepidante- Kafka Tamura tantea la huída, busca una escapatoria, indaga si, pese a todo, se puede hallar un umbral en cuya cabeza rece el deseo: Exit. Tensando y convaleciendo los numerosos hilos que lo enredan con otros personajes cuyos latidos aparecen sumidos en las telarañas de la vida -como son la señora Saeki o el misterioso Satoru Nakata, capaz de conversar con los felinos que vagan errantes por ciudades insomnes- Kafka Tamura busca formular las preguntas correctas ante las respuestas erróneas que brotan en su vida. Se enreda en la lectura, los libros, buscando, como un psicopático caso quijotesco, una salida de la rutina, la realidad cuyo ancla parece haberse forjado en el destino.
Ilustración de uno de los episodios de Kafka en la orilla, de Haruki Murakami.
Se desoye al tapiz cuya presencia parece forzar la obligatoria reseña sobre el autor. Sobre Haruki Murakami se pueden (des)inflar preseas, dádivas opiniones y más. Y su biopic como estilo narrativo e influencia literaria, nutrida por autores como Kenzaburo Oé, Natsume Sōseki o Franz Kafka, han sido igualmente conquistadas por nuestra gula inquieta del saber. Autor de otras obras como Sputnick, mi amor , Al sur de la frontera, al oeste del Sol o 1Q84, Murakami vuelve a rescatar, como ya había hecho en Tokio Blues. Norwegian Wood, la dramaturgia clásica griega como hilo conductor, escenario principal. Dejando danzar a sus abstractos personajes como un todo (in)completo, mutilado y condecoro a la simetría por un cronotopo mágico, tejido al más estilo murakamesco, Kafka en la orilla evidencia la validez nunca carcomida por el transcurso del tiempo del teatro griego y su inclusión en la literatura. Pero más allá de rescatar la vértebra, la obra es una auténtica delicia en cuanto todas las partes de un mismo ser, se buscan desconsoladamente para volver a ser un todo, una pregunta correcta ante la existencia, una fuga de escape de esta jaula dorada.