Lo leí, lo olvidé. Recorrí la U.R.S.S. en desvencijados trenes que recorrían el inmenso y agotado imperio mientras se rompía por todas sus costuras. Y lo hice a través de la mirada de uno de los grandes viajeros de nuestro tiempo, el periodista que defendía que los cínicos no servían para un oficio que, precisamente, está lleno de admirados amorales con tirantes. Leí ‘El imperio’ mucho antes de que la ética de Kapuściński fuese cuestionada, cuando decir que era él era el mejor de los mejores era una frase hecha y vacía. Sin salir de mi habitación, Kapuściński me llevó de ciudad en ciudad, de frontera a frontera, por aquel imperio soviético que ahora nos cuesta imaginar y que durante décadas rivalizó con Estados Unidos por el control del mundo hasta morir oxidado.
Ahora que Putin acaba de quedarse con Crimea sin iniciar una guerra, he vuelto a las páginas de mi viejo ejemplar de ‘El imperio’ para intentar saber más de este país que tiene poco más de veinte años de vida, pese a su lengua y cultura centenarias. Kapuściński recorre Ucrania en vísperas de su independencia, meses antes de que la U.R.S.S. se desintegre para siempre, y, como en todos sus libros, cuenta lo que la mayoría de los periodistas elude: cómo vive la gente corriente que no protagoniza los titulares, hombres y mujeres tan agotados por el sistema que se derrumba, que son todavía soviéticos y que, probablemente, lo seguirán siendo el resto de su vida aunque intenten evitarlo.
“Simplificando mucho las cosas – escribe Kapuściński -, puede decirse que existen dos Ucranias: la occidental y la oriental. La occidental (la antigua Galizia, territorio que formaba parte de la Polonia de entreguerras – y antes del Imperio Austrohúngaro, añado yo -) es más ‘ucraniana’ que la oriental. Sus habitantes hablan ucraniano y están orgullos de sentirse ucranianos hasta la médula. Aquí se ha conservado el espíritu nacional, la personalidad y la cultura del pueblo. La situación es muy distinta en la Ucrania oriental, con un territorio más grande que el de la occidental (…) aquí la rusificación fue más intensa y más brutal, aquí Stalin asesinó a casi toda la intelligentsia (…). La cultura ucraniana se ha conservado mejor en Toronto y Vancouver que en Donietsk y Járkov”.
Kapuściński nos muestra que para los ucranianos la Unión Soviética es Rusia. Desprenderse del yugo soviético es liberarse de una colonización que ha perseguido la lengua y la cultura ucraniana desde la época zarista. “La mitad de los cincuenta y dos millones de habitantes que tiene Ucrania o bien no hablan ucraniano o bien tienen unos conocimientos muy pobres. Los trescientos años de rusificación no han pasado en balde”. Kapuściński cuenta cómo las maestras enseñan a los niños en los parques la lengua prohibida en los colegios, cómo la mayoría de los ucranianos no sabe quiénes son “sus escritores más preclaros del siglo XX”: Mykola Jvílov y Volodymir Vynnychenko, desconocidos también por nuestros editores.
Someter a los ucranianos es una de las pocas cosas en las que Stalin estuvo de acuerdo con los zares. Miles de intelectuales fueron fusilados o enviados a Siberia. En esa Ucrania que recupera su libertad, Kapuściński encuentra un mapa que muestra los 254 edificios que los bolcheviques destruyeron en Kiev para borrar la huella burguesa de la ciudad. El resto, lo arrasaron los alemanes unos años después. Pero la crueldad más atroz la sufrieron los campesinos ucranianos. Stalin mató a millones condenándoles a una muerte terrible por hambre. En 1929, había decidido todos los campesinos soviéticos perderían sus tierras y se integrarían en grandes granjas colectivas. En Ucrania, cuyas tierras negras son de las más fértiles del mundo, los campesinos se opusieron con gran determinación y el dictador decidió someterlos a través del hambre. Millones murieron mientras los comunistas del resto del mundo no se enteraban o no querían enterarse.
“El hambre se convirtió en ley de vida. A lo largo y ancho del país sólo unos pocos tenían víveres suficientes: los altos cargos y los caníbales. Sin embargo, ambas categorías constituían una parte muy insignificante de la sociedad. Millones de hambrientos estaban dispuestos a todo con tal de hacerse con un trozo de pan… El hambre dividía a la gente. Muchas personas perdieron la capacidad de sentir compasión, de socorrer a otros… En las fotografías de aquella época contemplamos a personas que pasan indiferentes al lado de un niño abandonado en una alcantarilla, vemos a mujeres que charlan tan tranquilas junto a cadáveres desparramados aquí y allá, vemos a carreteros sentados en unos carros de los que asoman inertes brazos y piernas…”
Este holocausto antes del Holocausto se llama ‘Holodomor’, aunque Kapuściński no emplea la palabra. Tampoco viaja por Crimea. Es una pena, porque su viaje por la península más famosa de la actualidad le habría permitido contar el destierro forzoso de los tártaros a Asia central, el regalo caprichoso de Kruchev apenas un año después de la muerte de un Stalin. El 27 de febrero de 1954, ‘Pravda’ publicó un comunicado en su primera página con la noticia. La entrega de Crimea a Ucrania se justificaba por sus “vínculos culturales y económicos” y se aludía al trescientos aniversario del tratado de Pereyáslav. Si fue un gesto de perdón por la crueldad de Stalin, el comunicado olvidó mencionarlo. El regalo parecía inofensivo: Crimea pasaba a Ucrania sin salir de la U.R.S.S., y la U.R.S.S. era Rusia. Quizá por eso Putin cuenta una media verdad cuando afirma que “Crimea siempre ha sido y será siempre parte de Rusia”. Quizá por eso cuando los ucranianos identifican a la Rusia actual con la antigua U.R.S.S. sólo dicen una media mentira.
‘El imperio’. Ryszard Kapuściński. Editorial Anagrama. Barcelona, 1994. 360 páginas, 10,90 euros.
Pd.: La fotografía con la que comienza esta entrada es de Ryszard Kapuściński. No la hizo en Ucrania, pero sí durante los viajes que hizo por la U.R.S.S. entre 1989 y 1991. Forma parte de la exposición ‘El ocaso del imperio‘, que durante 2013 pudo verse en varias ciudades de España. Podéis descargaros el magnífico dossier que preparó el ayuntamiento de Valladolid, con textos de Manu Leguineche y Claudio Magris, y reflexiones de Kapuściński sobre la fotografía y el periodismo. No os lo perdáis.
Pd. 2: En 1991, año de su independencia, Ucrania tenía 52 millones de habitantes. En 2012, sólo 45. Su declive ha sido similar al experimentado por Rusia y otras exrepúblicas soviéticas. Como cuentan David Stuckler y Sanjay Basu en ‘Por qué la austeridad mata’, “a principios de la década de 1990 desaparecieron 10 millones de hombres rusos“.