Pareciera que existen, entre las obras de los grandes escritores, aquellas que podrían llamarse del anverso o del exterior, cuyo significado está en la superficie, y aquellas del reverso o del interior, con un significado oculto; podríamos compararlas incluso con el budismo exotérico y el esotérico. En el caso de Kawabata, País de nieve pertenece a la primera categoría, mientras que La casa de las bellas durmientes es con toda seguridad una obra maestra esotérica.
En una obra maestra esotérica, los temas más secretos y más profundamente ocultos de un escritor hacen su aparición. Una obra de esta naturaleza no es dominada por su transparencia o claridad sino por una opresión sofocante. En lugar de limpidez y pureza, hallamos densidad; más que un mundo amplio y abierto, encontramos una habitación cerrada. El espíritu del autor, deshaciéndose de todas las inhibiciones, se muestra a sí mismo en su forma más atrevida. En todas partes he comparado La casa de las bellas durmientes con un submarino con gente atrapada en su interior, en el cual el aire está agotándose poco a poco. Mientras está bajo el influjo de esta historia, el lector suda y se marea, y conoce de la manera más apremiante el terror del deseo incitado por la cercanía de la muerte. O, a la luz de cierta lectura, la obra puede ser comparada con un negativo. Una impresión realizada a partir de él mostraría sin duda el mundo en que vivimos a la luz del día, revelaría hasta el último detalle de su hipocresía brillante, plástica.
La casa de las bellas durmientes es inusual en la obra de Kawabata por su perfección formal. En el final, la joven de piel oscura muere y “la mujer de la casa” dice simplemente: “Está la otra chica”. Con esta última observación cruel, ella derriba la casa de la lujuria construida hasta ese momento con tanta atención y minuciosidad, en un colapso inhumano más allá de toda descripción. Puede parecer accidental, pero no lo es. Con un solo golpe revela la esencia inhumana en una estructura aparentemente construida con solidez y cuidado, una esencia compartida entre “la mujer de la casa” y el viejo Eguchi. Y es por eso que Eguchi “nunca se había sentido tan impresionado por una observación”.
El erotismo no apunta a la totalidad para Kawabata, debido a que el erotismo como un todo incorpora en sí a la humanidad. La lujuria se fija a fragmentos y, carentes de subjetividad, las bellas durmientes en sí mismas son fragmentos de seres humanos que instigan a la lujuria a llegar a su máxima intensidad. Y paradójicamente, un cadáver bello, ya sin los últimos trazos de espíritu, da lugar a los sentimientos más intensos de la vida. A partir del reflejo de estos violentos sentimientos de aquel que ama, el cadáver emana el resplandor más fuerte de la vida.
En un nivel más profundo, este tema está relacionado con otro de importancia en la escritura de Kawabata: su adoración por las vírgenes. Esta es la fuente de la pureza de su lirismo, pero bajo la superficie tiene algo en común con los temas de la muerte y de la imposibilidad. Debido a que una virgen deja de serlo una vez que es atacada, la imposibilidad del acto es una premisa necesaria para poner la virginidad por encima del agnosticismo. ¿Y acaso la imposibilidad del acto no pone siempre el erotismo y la muerte en el mismo lugar? Y si nosotros los novelistas no pertenecemos al bando de la “vida” (si estamos confinados a una abstracción de cierta neutralidad perpetua), entonces “el resplandor de la vida” sólo podrá aparecer en un mundo en el cual la muerte y el erotismo estén juntos.
La casa de las bellas durmientes comienza con la visita del viejo Eguchi a una casa secreta gobernada por “una mujer pequeña de cuarenta y tantos”. Ya que la razón de su presencia es hacer una observación extremadamente importante en el final, ella es delineada con ominoso detalle, desde el gran pájaro en la faja de su kimono hasta el hecho de que es zurda.
El lector siente admiración por la precisión, la extraordinaria fineza de los detalles en la descripción que hace Kawabata de la primera de las “bellas durmientes” con las que pasa la noche el anciano Eguchi, de sesenta y siete años; casi como si ella fuera acariciada solamente por las palabras. Por supuesto, da a entender cierta objetividad inhumana en la calidad visual de la lujuria masculina.
Su mano y muñeca derechas estaban al borde de la colcha. Su brazo izquierdo parecía estirarse en diagonal bajo la colcha. Su pulgar derecho estaba escondido a medias bajo su mejilla. Los dedos sobre la almohada al lado de su rostro estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para borrar las delicadas depresiones donde se unían a la mano. El color rojo, cálido, de sus manos era más rico gradualmente desde la palma hasta las puntas de sus dedos. Era una mano blanca, suave, encendida.
Su rodilla estaba ligeramente adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a colocarse en una posición extraña. No necesitó observarla con detenimiento para darse cuenta de que ella no estaba a la defensiva, de que ella no tenía su rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha había sido movida hacia atrás, la pierna había sido extendida.
De esta manera, la adolescente, que se ha convertido en una “muñeca viviente”, es para el anciano la “vida que podía tocarse con confianza”.
Y qué espléndida técnica erótica podemos disfrutar cuando el viejo Kiga mira las bayas del aoki en el jardín. “Cientos de ellas yacen en el suelo. Kiga levanta una. Jugueteando con ella, le cuenta a Eguchi sobre la casa secreta.” A partir de este pasaje o cerca de él, una sensación de confinamiento y ahogo comienza a descender sobre el lector. Las técnicas usuales para el diálogo y la descripción de los personajes no tienen sentido en La casa de las bellas durmientes debido a que las jóvenes están adormecidas. Debe de ser la primera vez que la literatura brinda una sensación tan vívida de la vida personal a través de las descripciones de figuras durmientes.
Escrito por Yukio Mishima. Traducción del inglés: Virginia Sauda. Publicado en ADN.Cultura.es. 04.03.2011.