Una de las claves para asegurarse una buena necrológica es que los demás te recuerden según hayas pasado tus últimos días. La enfermedad que cambió la personalidad y anuló las capacidades de Keith Laumer (1925-1993) ha conseguido que nos llegue una imagen suya como la de un hombre irascible, cabreado con el mundo, y empeñado en volver a ser el escritor que fue antaño. El tiempo hace que las cosas, más o menos, se coloquen en su sitio. Por eso hay que acercarse a la obra de Keith Laumer recordando lo que fue en su esplendor, cuando estuvo a punto de ganar el premio Nébula en 1966, 1969 y 1971, y el Hugo en 1971 y 1978. Supongo que para muchos será el autor de la saga de Retief, el embajador cómico, o el creador de esas enormes máquinas destructoras de nombre desafortunado, “Bolos”. A mí me interesaba el escritor de space opera, y me metí con “Mundos de Imperio”.No nos encontramos ante una gran novela, la verdad. Es una obra clásica en su factura y
argumentación, en la que vemos un protagonista que salta a otra dimensión, a un mundo paralelo en el que la Historia ha corrido un camino algo distinto. En esto no llega a la fuerza de La última astronave de la Tierra (1968), de John Boyd, ni a El hombre en el castillo (1962), de Philip K. Dick, ni a la ironía de Fredric Brown en Universo de locos (1948). Es un rapto, simplemente. La víctima es un tipo que es exactamente igual al dictador del Estado Nacional Popular, el país rival del Imperio que forman Gran Bretaña, Alemania y Suecia. Sí; una vez más tenemos la influencia de El prisionero de Zenda, que ya vimos, por ejemplo, en Estrella Doble (1956), de Heinlein.
La novela es fruto de la mentalidad de un hombre que ha recibido su herencia cultural entre 1940 y 1960; es decir, la construcción de personajes, tramas, situaciones y desenlaces es propia de aquella época. El protagonista es un héroe clásico, autosuficiente, atrevido, aguerrido y conquistador; el típico que a donde va triunfa. Da igual lo que le pongan delante, ya sea un matón o un animal monstruoso, una nave de otro planeta o una pelirroja esquiva: él siempre triunfa. Claro, un personaje de este tipo requiere de frases que caen como eslóganes. Por ejemplo, cuando le dan un uniforme, se mira al espejo y dice para sí mismo: “Aquel traje hacía que un hombre pareciera un hombre”. O al final, al preguntarle por el planeta en el que desea vivir, contesta: “Mi hogar está donde esté mi corazón”. Precioso. 

