No nos encontramos ante una gran novela, la verdad. Es una obra clásica en su factura y
argumentación, en la que vemos un protagonista que salta a otra dimensión, a un mundo paralelo en el que la Historia ha corrido un camino algo distinto. En esto no llega a la fuerza de La última astronave de la Tierra (1968), de John Boyd, ni a El hombre en el castillo (1962), de Philip K. Dick, ni a la ironía de Fredric Brown en Universo de locos (1948). Es un rapto, simplemente. La víctima es un tipo que es exactamente igual al dictador del Estado Nacional Popular, el país rival del Imperio que forman Gran Bretaña, Alemania y Suecia. Sí; una vez más tenemos la influencia de El prisionero de Zenda, que ya vimos, por ejemplo, en Estrella Doble (1956), de Heinlein.La novela es fruto de la mentalidad de un hombre que ha recibido su herencia cultural entre 1940 y 1960; es decir, la construcción de personajes, tramas, situaciones y desenlaces es propia de aquella época. El protagonista es un héroe clásico, autosuficiente, atrevido, aguerrido y conquistador; el típico que a donde va triunfa. Da igual lo que le pongan delante, ya sea un matón o un animal monstruoso, una nave de otro planeta o una pelirroja esquiva: él siempre triunfa. Claro, un personaje de este tipo requiere de frases que caen como eslóganes. Por ejemplo, cuando le dan un uniforme, se mira al espejo y dice para sí mismo: “Aquel traje hacía que un hombre pareciera un hombre”. O al final, al preguntarle por el planeta en el que desea vivir, contesta: “Mi hogar está donde esté mi corazón”. Precioso. La historia que narra Laumer es space opera pura. Los personajes no tienen tiempo ni para respirar, y los episodios de acción se suceden sin fin. El protagonista va dejando un reguero de cadáveres como si nada, sin pestañear, hasta que cumple su misión. Todo esto tiene cierto aire juvenil de otra época, que difícilmente puede encandilar a los lectores postadolescentes de hoy, que se debaten entre Crepúsculo y Warhammer. El villano tiene una muerte desagradable, a la altura de su maldad, con lo que el lector de entonces encontraba que se había hecho justicia.Lo más interesante de todo es la composición del Universo en líneas dimensionales que se pueden explorar, y el plan de Bale, el supermalo, que recuerda al entramado político del canciller Palpatin en Star Wars: fingir un conflicto armado con otra potencia para asumir el poder del forma legal, y luego dar un golpe de Estado para establecer una dictadura y extender un Imperio. Mundos de Imperio es una novela que, en definitiva, deja frío. Llega un momento en el que
deseas que termine. Tiene el mérito de describir una acción trepidante, pero con personajes estereotipados y caducos, lo que es lógico por las décadas que han transcurrido. El resto de la novela carece de ideas innovadoras o seductoras, pareciendo en ocasiones un relato bélico heroico de la Segunda Guerra Mundial, pero no llega a ser ni de lejos la obra de su amigo íntimo, testigo de su enfermedad, Joe Haldeman, La guerra interminable (1974). Prescindible.