Edición: Literatura Random House, 2018Páginas: 224ISBN: 9788439734895Precio: 17,90 € (e-book: 7,99 €)
Me repito, pero no importa: Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) me parece una de las escritoras más interesantes del panorama actual, de cualquier lengua y de cualquier país. Ha publicado dos libros de cuentos, Pájaros en la boca(2009) y Siete casas vacías (2015), y una novela corta, Distancia de rescate(2014). Todo bueno, muy bueno; brevedad no equivale a «menor». Imaginería macabra, mezcla de realidad y delirio, desconcierto, sobriedad estilística. Una mirada personal y corrosiva al entorno, que trasciende el ámbito local (da igual dónde se desarrolle un relato, no porque pueda suceder en cualquier lugar, sino porque prevalece el qué, no el marco). Kentukis (2018), su último trabajo, y su novela más extensa hasta la fecha, supone un paso adelante coherente con su proyecto. Tira del hilo de la ficción especulativa, que le ha dado grandes resultados, para construir una narración de mayor envergadura, una suerte de distopía literaria que acierta de pleno en su estudio del presente («da un puñetazo», «pone el dedo en la llaga» o «sacude al lector», podría decir, si no sonara tan tópico).
El Gran Hermano vive en tu casaTiene apariencia de peluche (conejo, cuervo o lo que se tercie, al gusto del consumidor), pero lleva una cámara dentro, interactúa y se mueve. Este artilugio llamado kentukipermite jugar a dos bandas: por un lado, alguien compra el aparato, lo instala en su casa, se deja acompañar (vamos a decirlo así) por el animalito; por el otro, otra persona, de cualquier país del mundo, adquiere la otra parte del kentuki, a saber, el panel de control, el ojo que todo lo ve, o, mejor, el ojo que ve hasta donde el otro le deja. Uno elige observar y el otro ser observado. Un juego entre exhibicionista y voyeur. Bastante atrevido, sí, pero ahí están, desde hace tiempo, los programas de telerrealidad o los canales de YouTube. Los creadores de contenidos con su propia vida como materia prima y los consumidores silenciosos de la misma. El kentuki, aunque nazca de la imaginación de Samanta Schweblin, no parece un invento descabellado. La distopía concibe un futuro hipotético, pero esta no dista tanto de la realidad del siglo XXI.El azar es un factor clave en el funcionamiento del kentuki: ni quien compra el mando elige a quién observará, ni quien adquiere el peluche conoce la identidad de su espía (hasta que el artilugio prospera y aparecen las redes de compra clandestina, pero eso ya es otra historia). Los aparatos, además, se expanden por todo el globo; observador y observado pueden estar a miles de kilómetros de distancia, pueden no coincidir en horarios. Pueden (es más, suelen) pertenecer a generaciones, etnias, religiones y clases sociales diferentes. Pueden, claro, tener intenciones distintas. En ocasiones, uno puede ser espectador y objetivo a la vez. Hay tantas posibilidades… Y Samanta Schweblin, como buena titiritera, maneja unos cuantos hilos. La novia de un artista, una mujer con su existencia en suspenso, que se compra un muñeco para que le haga compañía. La jubilada peruana, que mira por la pantalla a una joven alemana. El italiano, padre divorciado, que compra el kentuki para su hijo pero acaba haciéndole más compañía a él. El adolescente huérfano, que escapa de su monotonía recorriendo las calles de otro continente a través de la consola. Son solo algunos ejemplos de las tramas que se desarrollan, algunas efímeras (un episodio) y otras sostenidas a lo largo del libro.
Dame cariño¿Por qué querría alguien adquirir un kentukio convertirse en testigo privilegiado de vidas ajenas? Las motivaciones son tan variadas como los personajes de la novela –entre las más curiosas, una residencia de ancianos de Barcelona, que incorpora unos cuantos muñecos para hacer compañía a los internos–, pero tienen un denominador común: la soledad. Y sus compañeros habituales: el ego, el individualismo creciente de la sociedad. Unos eligen esconderse entre bambalinas para vivir la vida del otro, porque su existencia les sabe a poco, porque carecen de oportunidades o simplemente porque son demasiado pudorosos para mostrarse. Los otros buscan la compañía de un desconocido disfrazado de mascota artificial para tener a alguien con quien abrirse por completo, alguien que les aguante cuando se irritan, que los escuche, los mire, que esté ahí como un perro fiel pero con mente humana. Unos quieren tener el control; otros quieren ser vistos, gritan mírame, hazme caso. Todos necesitan llenar algún tipo de vacío. Pero ¿hasta qué punto pueden fiarse del desconocido?La novela esboza una sociedad en la que las pantallas ejercen como sustitutivos de las necesidades emotivas del ser humano (ay, esto no suena mucho a distopía, ¿verdad?). La incomunicación con los más allegados –en situaciones de todo tipo: parejas jóvenes, padres e hijos, gente que está muy sola– impulsa el deseo de satisfacer ese hueco con un aparato. Está, también, aquello de que resulta más fácil hablar con un desconocido que no juzga (y todavía más: que no reacciona, que es todo oídos. Porque, había olvidado decirlo, el kentuki no se comunica. No con lenguaje verbal, al menos). Algunos personajes se desnudan (literal y simbólicamente) ante el peluche mientras mienten a sus seres queridos y mantienen una doble vida. No nos engañemos: Samanta Schweblin escribe sobre el presente, sobre nuestras inseguridades, carencias, falta de anclaje. Sobre nuestras contradicciones, porque estamos llenos de ellas. Una crítica implacable a la deriva del individualismo contemporáneo. El kentuki es un recurso literario para llevarlo al extremo, pero el mensaje es cien por cien actual.
Incertidumbre morbosaEl planteamiento de Kentukis se cimienta sobre una incógnita (o varias): el uso insano del artilugio. No todos los personajes se conforman con hacerse compañía sin más. O quizá empiezan con esa intención, pero luego descubren un potencial inesperado de travesuras. El hecho de desconocer la identidad que hay detrás del kentuki le da emoción, para el usuario, que no sabe a quién ha metido en su cuarto, y para el lector, pues la autora tiene la inteligencia de no desvelar sus cartas y mantiene la intriga, nos hace partícipes del misterio que entrañan los peluches. Hay gente bienintencionada, pero también pederastas, bromistas pesados y tipos con ganas de hacer negocio. Y, de fondo, una idea morbosa: ser malo es divertido (al menos cuando no te descubren). El anonimato como armadura y pretexto para hacer aquello que no nos atrevemos a cara descubierta. Para adoptar otro rol (¡uy!, esto tampoco suena distópico, no en los tiempos de ciertos foros y redes sociales).La paradoja (o no) es que quienes compran el kentukilo hacen a conciencia. Los mirarán. Tal vez alguno espere que al otro lado haya un alma bondadosa, pero a muchos les gusta ponerle picante a su vida. Excitación. Socarronería. Crueldad. Erotismo. Los «malos» no solo están detrás de las cámaras: a veces los dueños de los peluches también hacen travesuras, ponen al espectador en un aprieto. No sé si como sociedad estamos preparados para admitir que a algunos les gusta mostrarse sin pudor (bueno, ya he mencionado YouTube, y ahí está también la autoficción); en cualquier caso, me encanta que se insinúe. Entre las consecuencias del uso del kentuki, la adicción al artilugio: de personajes que descuidan sus obligaciones a los que prefieren fortalecer sus lazos afectivos con el desconocido antes que con quien tienen cerca. El aparato da pie a muchas observaciones, muchos detalles, que no hablan tanto del objeto como de la conducta que suscita en los seres humanos.
Ficción rima con diversión
Samanta Schweblin