Uno nunca sabe cuándo es buen momento para confesar. A veces me dan ganas, después me pongo a pensar y me parece que una confesión es cargar con más culpa de la que merezco. Es verdad, yo si cometí esos actos y hay quien podría decir que eso es un delito…que hasta atroz y despiadado; lo que si seguro es verdad es que no fue suficiente. Si hay algo de lo que deba arrepentirme es de mi pulcritud, de no ser un psicópata y un animal, o supongo que hice lo que hice con “tanto gusto” es porque eso es lo que soy: un psicópata animal.
El que piense de verdad que yo lo hice con gusto es un estúpido, aunque cada vez que lo recuerdo sienta un pequeño alivio. A mí lo que me dio fue asco, tanta sangre y tanta mierda, de por si me daba asco poner mis dedos encima de esa hijueputa otra vez ¡esa hijueputa me da un asco! a cada segundo, a cada minuto, aun después de muerta, ese olor a sangrecita de mierda, ese olor como a tristeza fingida, a dolor masoquista; como esta es una confesión extraoficial tengo que aceptar que por un momento si quise irrespetarla, aunque irrespeto que se diga irrespeto no era. Ella me hubiera dado lo que fuera con tal de que lo que lo que yo le clavara no fuera un cuchillo, pero yo ya estaba cansado de eso, ese era el problema.
El cuchillo se lo clavé dos veces nada más, una en cada pierna. Yo quería sentir como le raspaba el hueso pero la flaca había agarrado carnes y yo no quería hacerla desangrar. El olor a sangre me daban ganas de seguírselo clavando pero yo no quería salir de ese asunto tan rápido. Me contuve y guarde la calma mientras la negra me gritaba – ¡hijueputa! ¡poco hombre! ¿Me va a matar? Ni siquiera eso es capaz de hacer, usted es un marica-. Yo la miraba con mi sonrisa favorita, esa sonrisita torcida, con la comisura de la derecha más arriba, al lado izquierdo como que no le daba tanta alegría, de todas formas la derecha era la de matar.
Le descargue una bofetada que se llevó toda la energía de mi lado derecho. Eso me dio mucha rabia pero la flaca quedo tendida en el piso como si ya estuviera muerta. – No se me vaya a morir, no se me haga la muerta gorda que hasta ahora estamos empezando-, le dije yo en un coqueteo que ni sé de dónde venía. Ella no se movía. Me quede ahí parado, mirándola y entonces me empezó a preocupar la cantidad de sangre que le estaba saliendo de las piernas – yo no quiero que las cosas acaben así flaquita-, le dije con un tono real de tristeza –apenas estamos empezando- repetí con una autentica muestra de falta de ingenio.
Me senté encima de ella y prendí un cigarrillo. No es que yo no quisiera hacerle más daño, es que yo sabía que así como estaba la vieja no iba a sentir nada, como siempre: el único que sentía las cosas era yo. Pasaron unos minutos y la negra nada que se movía, el fuego del cigarrillo estaba a punto de llegar al filtro y entonces decidí apagarlo en uno de los brazos de la vieja que estaba acostada como muerta mirando el piso, escogí el izquierdo. La muy perra se zarandeó, como diciendo: oiga hijueputa no me queme, entonces me di cuenta que todavía podía sentir algo. El asunto me tomo por sorpresa.
La agarré de las mechas como si la fuera a tratar con cariño, le levanté la cabeza hacia mí y le pregunté-¿si siente flaquita el calor que yo le doy?- la vieja me miró con ese odio que le supe conocer y a mí no me dio sino por escupirle la cara. Luego me arrepentí, yo quería que el asunto fuera algo impersonal, como en una máquina de matadero, nada de intercambiar fluidos.
El arrepentimiento me vino con rabia y entonces le eche la cabeza pa’ delante y le partí la nariz contra el piso, esa nariz que era su único rasgo de delicadeza ahora sangraba a chorros, ahora era más real lo que yo veía en ella. La voltee con calmita, la vieja no ponía resistencia, todo lo que hacía era mirarme con ese odio que yo ya conocía de hace tiempo y eso ni me movía ya. Había una época en que ese odio me carcomía por dentro, que me dolía y me quemaba más fuerte que un cigarrillo en la piel, pero ya no, yo estaba tranquilo, a mi esos asuntos ya no me importaban.