La sociedad del pequeño reino coreano de Silla se tambalea ante la extinción de todos los herederos directos de la casa real. El valiente general Kim Yushin espera pacientemente el nombramiento del nuevo soberano, con el fin de emprender cuanto antes la unificación de la península bajo la hegemonía de Silla.
Desde aquel mirador, Kim Yushin contemplaba la ciudad de Seorabeol, enmarcada por el lienzo multicolor que el otoño pintaba sobre el bosque de Gyerim.
Unos minúsculos seres iban y venían, distraídos en sus quehaceres, ajenos a la importante decisión que se estaba tomando en el templo de Hwangnyonsa.
Se incorporó, y se dispuso a tomar un sendero ligeramente ascendente, pisando la hojarasca que cubría por entero el suelo. Confiaba en que la reunión estaría transcurriendo favorablemente, ya que era quizás la última opción antes de que el sistema de castas, que había pervivido durante siglos, se desmoronase.
En el reino de Silla, desde tiempos inmemoriales, se mantenía una regla de sucesión hereditaria del estado, por la cual solamente quienes perteneciesen al augusto rango de los seonggol o ‘huesos sagrados’, esto es, aquellos cuyos dos progenitores tuviesen sangre real, eran merecedores de portar la corona.
A partir de ese núcleo principal, la sociedad se vertebraba en varias clases, en función de la mayor o menor proximidad al tronco directo de la dinastía regia. Por debajo de los 'huesos sagrados' se situaban los jingol o ‘huesos verdaderos’, que incluían al resto de la familia real, y a continuación se definían hasta seis tupum o ‘rangos parentales’ de súbditos, que ocupaban puestos inferiores de la administración.
Se trataba de una comunidad muy jerarquizada, en la que las oportunidades de ascender entre los distintos escalafones era prácticamente nula. Esta estricta clasificación, basada en el nacimiento, determinaba no solo el estatus de cada persona, sino que condicionaba de por vida su matrimonio, los impuestos a pagar, el color de las prendas que podían vestir, los utensilios que usaban e incluso el tamaño máximo de sus viviendas y carruajes.
Afortunadamente, él disfrutaba de una buena posición. Descendiente de la casa real de Gaya, un diminuto aunque próspero reino vecino, anexionado por Silla, e hijo del general Kim Seohyeon, había siempre gozado de un elevado estatus, y era querido y respetado por todos.
Por primera vez en la historia, tras la muerte de la reina Jindeok, no quedaba ningún superviviente de la divina orden de los 'huesos sagrados' para heredar el reino. Se había congregado la asamblea Hwabaek, y había propuesto el trono a Kim Chunchu, y también a Kim Alcheon, pero ninguno de los dos había aceptado.
Chunchu era íntimo amigo suyo, desde que habían coincidido en la 'Banda del Árbol de la Flor del Dragón', su cuadrilla común en el hwarang. Gracias a la posición de su padre, Yushin pudo alistarse en aquel selecto grupo de adolescentes, hijos de los más nobles linajes, en el que se formaban como personas, y en el que recibían la preparación necesaria para convertirse en los futuros regidores del país, y ostentar los más altos cargos.
Apartados del bullicio de la capital, en medio de la naturaleza, entre escarpadas montañas, caudalosos ríos y abruptos litorales, los nangdo o 'jóvenes florecientes' recibían cumplida instrucción en artes marciales, danza, música, literatura clásica, confucianismo y budismo, y eran educados en valores como la espiritualidad, la lealtad, el coraje y la disciplina, guiados en todo momento por el gukseon, el líder del hwarang. Kim Yushin supo aprovechar la oportunidad que se le brindaba, y cuatro años más tarde, a los dieciocho, fue designado gukseon de la academia.
En aquel entonces conoció a Chunchu, un extraordinario joven del que debía hacerse cargo, y al que enseguida le unió una profunda amistad. Por sus venas corría sangre azul por partida doble, si bien la familia de su padre había sido degradada del rango de seonggol al de jingol tras el destronamiento de su abuelo Kim Jinji.
Solo en una ocasión peligró su amistad. Una tarde, al volver a casa, halló a su hermana Munhui llorando amargamente en su lecho. Entre lágrimas le confesó que portaba en su vientre el fruto de una prohibida relación. Yushin, encolerizado, estaba a punto de quemarla en una hoguera para lavar tal deshonra, cuando a su puerta llamó Chunchu.
El escándalo había llegado a oídos de la reina Seondeok, y enterada de los galanteos que Chunchu se tenía con la hermana de Yushin, le conminó al príncipe a dar la cara y rescatar a su amada de una segura muerte. Este montó en su caballo y cabalgó hacia la morada de Yushin para detener, por orden de su majestad, la inminente ejecución. Aquel incidente terminó en una magnífica boda, y en un sólido lazo familiar que se completaría años después, cuando Yushin, tras la defunción de su esposa, tomó la mano de Jiso, la primorosa hija de Chunchu.
Chunchu poseía una excelente formación, y a diferencia del resto de cortesanos, era versado en la lengua del gran imperio Tang, que dominaba la cuenca del río Amarillo, lo que le convertía en un inestimable embajador. Parte del éxito de la expansión de Silla a costa de los reinos colindantes se debía a los diversos tratados que había firmado con los Tang o con el imperio Wa, del archipiélago del sol naciente.
Aunque Yushin tenía presente que, a veces, la simple diplomacia no bastaba por sí sola. Recordaba el día en el que Chunchu fue apresado por el vecino país del norte, Goguryeo, cuando negociaba con su rey Pojang una alianza para derrotar al reino de Baekje. Después de transcurridas varias jornadas sin que regresara de su misión, conocieron la noticia de que había sido encarcelado.
Yushin no vaciló en ponerse a la cabeza de su ejército personal de diez mil soldados, antes incluso de que la reina Seondeok le diese el beneplácito de su misión. Los enemigos, al enterarse de que el caudillo se aproximaba con sus temibles huestes, no dudaron en rendirse y liberar a su prisionero.
Ahora, frente a Chunchu, que para ser nombrado monarca requería que se le restituyese en su rango de seonggol, se oponía el otro candidato, Kim Alcheon. Yushin le consideraba un extraordinario militar, noble servidor de la reina Seondeok y de su sucesora la soberana Jindeok. En su momento, esta le había promocionado a sangdaedeung, el más elevado cargo del gobierno. Su padre pertenecía a los 'huesos sagrados', pero no así su madre, lo que le impedía acceder de una manera directa al trono.
El problema radicaba en que ninguno de los dos elegidos querían aceptar la corona, pues entendían que el contrario poseía más aptitudes y derechos de ejercer dicha responsabilidad. Varias veces el consejo de sabios Hwabaek, un órgano compuesto por la élite del país, y encargado de dilucidar los asuntos de estado más importantes, les había ofrecido a uno y a otro el trono, y en todas las ocasiones ambos rehusaron en favor del contrario.
Mientras caminaba por el monte, pensaba en que si había alguien capaz de deshacer el entuerto era el maestro Jajang. La reina Seondeok, fanática del budismo hasta el punto de haberse ordenado monja o bhikkuni, le había enviado, junto con otros estudiantes, al imperio de Tang, para que bebiera de las fuentes de aquel credo. Después de siete años de estudio, regresó cargado de un ingente cúmulo de sabiduría, además de una serie de reliquias sagradas valiosísimas, como un fragmento del cráneo del Buda Sakaymuni, un platillo de limosnas de Buda, o más de cien sariras.
A su vuelta fue nombrado sumo sacerdote, y fundó varios sanghas o comunidades budistas, así como numerosos monasterios a lo largo del reino de Silla. El preferido de Yushin era el de Bunhwangsa, cuya silueta asomaba entre las ramas de los árboles.
Su origen se remontaba al día en que su querida reina Seondeok recibió del emperador Taizong de Tang un regalo, consistente en una caja de semillas, además de un cuadro que representaba tres peonías muy delicadas.
Seondeok las plantó en el jardín, junto al estanque Anapji, e hizo una predicción ante todos los presentes de que las flores que brotarían de aquellas semillas no exhalarían ninguna fragancia. Unos meses más tarde pudieron comprobar que acertaba plenamente. Sin duda, había advertido que en el cuadro no habían pintado mariposas ni abejas alrededor de las peonías, por lo que era dedujo que no emitían aroma alguno.
A menudo pensaba que el emperador había querido gastar una broma a su señora. A él, Seondeok le parecía muy hermosa, y si no les hubiese separado una diferencia de rango, él le habría propuesto matrimonio. Durante sus quince años de mandato, la reina no se casó, ni tuvo descendencia alguna, igual de estéril que aquellas flores. Seguro que a ella también se le pasó por la cabeza tal reflexión, y ese fue el motivo de erigir aquella fastuosa construcción, a la que denominó Bunhwangsa, ‘la emperadora con aroma y fragancia’.
Justo delante del santuario se divisaba otra pagoda, la de Hwangnyongsa, o 'Templo del Dragón Dorado'. Sus nueve pisos evocaban los nueve países rivales de Silla. En un principio aquél iba a ser el emplazamiento del palacio real, pero un día se apareció allí un dragón, por lo que se determinó destinar el lugar a un monasterio. En su interior los monjes rezaban permanentemente a Buda para suplicarle la buena marcha del reino, y era en aquel lugar donde ahora estaban reunidos Jajang, Chunchu y Alcheon.
Siguió deambulando por las sendas del bosque, escuchando el trinar de los pájaros, y admirando las distintas especies de pinos, abetos, cerezos y arces, que conformaban un denso vergel. Dejaba pasar el tiempo, para que el venerable monje pudiese ponerlos de acuerdo y reconvenirlos a la mejor solución. Confiaba en su habilidad negociadora. De hecho, en repetidas ocasiones, por su agudeza, le había invitado, en vano, a incorporarse al consejo de sabios.
Se detuvo nuevamente a admirar las vistas desde la colina, y centró su atención en el observatorio astronómico de Cheomseongdae. Aquel edificio, promovido por voluntad de la reina Seondeok, había servido de gran ayuda para pronosticar el tiempo, y con ello incrementar las cosechas y el bienestar de la nación.
Más a la derecha, se levantaba el palacio real de Banwolseong, o 'Fortaleza de la Media Luna'. Se le vino a la memoria aquella noche en que se encontraba en él junto a la reina Seondeok, asediados por las tropas de Bidam.
Bidam era el hijo del depuesto rey Jinji y de la intrigadora cortesana Mishil. Como él, sentía una alocada fascinación por la reina, pero Seondeok no le tenía aprecio alguno. Despechado, poco a poco había ido captando para su causa a diversos aristócratas, y se había transformado en una amenaza para la reina. Cuando se vio con el respaldo y la fuerza suficiente, inició una revuelta bajo el lema de que una mujer no podía regir los destinos de un país.
Era habitual que las mujeres ocupasen cargos de cierta relevancia, pero no la jefatura del estado. Al principio hubo bastantes reticencias a su mandato, ya que jamás una mujer había estado al frente del gobierno, sin embargo, con los años, el pequeño reino de Silla había logrado una excepcional estabilidad.
La innata inteligencia de Seondeok, y las habilidades diplomáticas de Chunchu, habían conseguido compensar la desventajosa ubicación geográfica del país, aislado en el extremo oriental de la península, y comprimido entre dos potencias como eran el poderoso y belicista reino de Goguryeo al norte, y la floreciente nación comercial de Baekje, muy relacionada con los imperios Tang y Wa.
Los súbditos disfrutaban de una relativa prosperidad, y no habían secundado mayoritariamente el levantamiento. Al menos hasta el instante en que vieron cómo una brillante estrella con una larga cola caía del firmamento. Bidam identificó el fenómeno con el ocaso de la reina y el subsiguiente declive del reino, y el pueblo y los soldados le creyeron.
Había que contener la sublevación lo antes posible, y Yushin llevó a cabo una arriesgada maniobra. En sus incursiones militares, frecuentemente utilizaba las cometas para comunicarse a distancia con las tropas. Así que construyeron una enorme cometa, le adhirieron material combustible, le prendieron fuego y la izaron en la bóveda celeste. La población pudo comprobar cómo la gran estrella retornaba al cielo, y con ella la autoridad de su majestad.
El ejército, insuflado de renovados ánimos, capturó a Bidam y sus partidarios, y les ajustició a los pocos días de la rebelión, pese a que habían estado en lo cierto. La reina no alcanzó a ver ni siquiera el apresamiento de los insurrectos, víctima de una misteriosa enfermedad.
Para él constituyó una amarga pérdida, de la que tardó en recuperarse. La había amado en secreto, pero lo único que pudo ambicionar fue estar siempre a su lado, como general de su ejército. Y en tal puesto continuó, apoyando a su prima Jindeok, cuando esta asumió el trono. En este caso hubo menos controversia por su condición de mujer, habida cuenta del notable desempeño realizado por su antecesora.
Se levantó y prosiguió con su paseo. Tenía la impresión desde hacía rato de que alguien le seguía. Le pareció distinguir entre los árboles la figura de un monje, e intentó sorprenderle, pero no descubrió a nadie. De repente se tropezó con el mítico pozo de Najeong, que se le antojaba algo abandonado.
Contaban que un día un majestuoso caballo relinchaba junto al brocal. Al congregarse la gente de los alrededores, el animal desplegó unas alas y se marchó, dejando en su lugar un huevo colosal, del que surgió un niño que se convertiría en el fundador de Silla.
El ejercicio ecuestre era una de las actividades preferidas de su periodo de formación como caballero. Para ser un buen militar era imprescindible conseguir una gran sintonía con su cabalgadura, dominarla como si fuera una parte del propio cuerpo.
Le vino a la mente la imagen del corcel que tuvo en su adolescencia. Él se había prendado de una joven doncella, Cheongwannyeo, pero sabía que aquel amor era imposible porque la chica provenía de una clase social baja. No obstante, una noche que había bebido más de la cuenta se quedó dormido sobre su montura, que le condujo a la morada de ella en vez de a su casa.
Al amanecer en brazos de su enamorada, le embargó una incontrolable reacción. Entre los deseos de su corazón, y el deber, eligió este segundo. Abandonó inmediatamente el lecho, llegó a los establos y le cortó la cabeza al caballo, culpable de haberle empujado a cometer tal transgresión.
El resto de su vida le acompañó la expresión de su amada tras perpetrar aquella barbarie, y la visión del cuerpo exánime del animal. Nunca más tuvo noticias de ella, y más de cien veces lamentó su acción. El código de honor del hwarang constaba de cinco máximas, que resumían el pungwolto o ‘camino del viento y de la luna’: asistir al rey con lealtad, ser fiel a los amigos, jamás retroceder en el combate, servir a los padres con honradez, y no matar innecesariamente.
Estaba terriblemente avergonzado por haber transgredido más de la mitad de los preceptos que había prometido. Había roto el juramento a sus padres de no volver a ver a la muchacha, había decapitado al rocín sin necesidad, y había huido de la escena tras su terrible acción. Nunca llegó a encontrar una manera efectiva de redimirse de aquella locura de juventud.
Volvió sobre sus pasos, y se encaminó hacia el templo. Observó que todavía no habían concluido la reunión los candidatos, de modo que se dirigió adonde permanecía atado su caballo. No había reparado hasta entonces en el parecido con aquel animal que sacrificó. Lentamente le acarició el lomo, le quitó los arneses y la silla, y le propinó un suave golpe para animarle a que cabalgara en pos de la libertad.
Mientras tanto, la silueta gris que le había estado acechando desde la lejanía, y que había desaparecido en la última hora, se aproximó lentamente desde el templo. No la distinguió hasta que estuvo a escasos pasos de él. Ahora comprendía por qué todos esos recuerdos se le habían venido a la cabeza durante la caminata.
A pesar del paso de los años, no le costó reconocer aquellos ojos, aquella boca, aquel gesto, aquella bondad. Se le acercó serenamente, con una mirada límpida, ausente de reproches, y le besó en la mejilla. Al oído le susurró que su cuñado había aceptado finalmente el honor de ser el nuevo soberano.
Sin mediar más palabras, la vio alejarse sigilosamente. Sintió que aquella pesadumbre que le había acompañado implacablemente toda su vida comenzaba a desvanecerse. En un momento, su amada Cheongwannyeo le había liberado de sus riendas.