Revista Espiritualidad
Cuando comencé a practicar zazen me llamaba la atención lo fácil que me resultaba quedarme quieta en silencio y lo poco que me gustaba el intermedio de kinhin. Me dolían las caderas, se me rebelaba el equilibrio en cada paso y, si por mí hubiera sido, habría caminado un poquito más deprisa de lo que me decían que tenía que hacerlo. Tal vez porque mi mente corre tanto que ni mis manos ni mis pies llegan a poder posarla. Habría preferido que fuera sin prisa pero sin pausa porque lo que me sacaba de quicio era precisamente la pausa, a mi modo de ver eterna, entre paso y paso diminuto.
Kinhin es el patito feo del zen y sin embargo es la piedra de toque, después de todo, en lo que se refiere a nuestra acción en el mundo. Es la parte de zazen que entrena en el ir de la contemplación a la acción cuando el dojo se cierra a mis espaldas.
Uno piensa que zazen es “nada más” que lo que hemos escuchado mil veces repetido pero es cierto que también es la “reproducción”fiel y exacta de la Creación en su viaje de ida y vuelta y vuelta a comenzar: Nada-acto-nada. Silencio-sonido-silencio. Vacío-forma-vacío. Por descontado que esto que digo no es lo que Es pero no se me ocurre cómo decirlo para que las palabras se ajusten a la realidad y como a buen entendedor pocas palabras le bastan...
Kinhin es como si fuera el acto, sonido y forma entre sentarse y sentarse. Es ahí donde vemos cómo ponemos en pie y en marcha el zazen de todos los días: algunas veces posamos el pie como pidiendo perdón y permiso, otras arrasamos como elefante en una cacharrería, otras más no se sabe si parece que avanzamos o nos queremos quedar, temblando de miedo...
Sea como sea, que para cada cual es de una manera y de cada vez es distinto, la próxima vez que la campanita haga “dinnnngggg” y toque kinhin, mira a ver si corres o caminas, si tus pasos suenan como el cristal o como la tormenta o sólo hacen ruido o ni se notan o empujas al de delante o frenas al de detrás.....