Cuando me encuentro con grupos como el de Tatín Muriel, me encuentro cara a cara con mi propia incultura musical, y me duele. Ojalá saber lo suficiente como para poder entender en profundidad todo lo que cuentan sus notas y, sobre todo, para poder trasmitíroslo bien. Pero el primer paso es reconocer lo que se es y lo que no se es; así que, mejor, os cuento lo que he sentido porque –siempre, casi siempre, a veces– sentir es suficiente.
Kintsugi es el nombre del nuevo EP. Esta palabra hace referencia a una técnica de origen japonés —de finales del siglo XV— consistente en reparar fracturas de piezas cerámicas rotas y que ha dado lugar a una filosofía que defiende la importancia de lo vivido, representado en las cicatrices[1]. Por tanto, debemos partir de la base de que el último trabajo de Tatín Muriel quiere contarnos una historia llena de grietas, rotos y belleza; una historia, al fin y al cabo, sobre la propia vida. Se compone de cuatro canciones: cada una de ellas es un viaje en sí misma y, a la vez, un único viaje entre todas.
Al igual que en su primer trabajo, Mis lunares favoritos, la música de Tatín continúa siendo una mezcla de estilos, con mucha presencia del funk y del acid jazz[2], aunque quizás con menos tono flamenco que en el disco anterior. Este EP es más sensual e hipnotizante y con muchísimo protagonismo de la banda, un equipo de músicos con grandes dotes de los que Tatín ha sabido rodearse. Al lado del cantautor —quien también se ocupa de la guitarra— encontramos al bajista Paco Jácome, al batería Pedro Chinaski, a José Guerrero como trompetista y compartiendo teclados con Candela García, y al saxofonista Antonio Márquez.
Barcelona
Nada más escuchar la primera canción notamos la evolución de la voz de Tatín, manejada con suavidad y consciencia de sus picos, un descontrol controlado que utiliza con sensualidad. Sílabas que parecen interrumpirse, cortarse, pisarse, acompañadas de un bajo maravilloso que recuerda a una balada de rock.
Uno de los temas que se nos presentan es la libertad en el amor: “que, puestos a arder, cada uno que elija su fuego”. Estoy perdida en medio de una gran ciudad; soy la protagonista de un videoclip de animación de personajes planos y colores profundos[3]. Me encuentro fuera de casa, sin saber siquiera si quiero o no volver, sin saber “cuándo diablos regresar”.
El disco ha venido acompañado del último videoclip que lo completa: el de, precisamente, esta canción. En la misma línea que el anterior, ambos nos presentan un universo ecléctico, lleno de sexualidad, en un estadio abstracto de fantasía. Una sexualidad que, qué cojones, vivámosla con quién nos apetezca.
Autorretrato a tres colores
Esta canción fue el último videoclip que presentó la banda antes de lanzar el EP. Representa muy bien el espíritu del disco, una mezcla entre un viaje interno por el subconsciente y un viaje por las curvas, las montañas y las playas de arena del cuerpo femenino, de la sensualidad pura.
Transmite una dulzura melancólica, aunque no sé a qué, una sensualidad que torna en lo psicodélico. No sé cómo masticar esta canción: me siento dentro de una aventura gráfica de los años noventa. La canción se transforma en una balada instrumental a la amada para terminar en de nuevo en un ritmo hipnotizante: el final llega con unas notas cortas e intensas, un sonido vibrante que transmite puro vértigo.
No tengo más pa’ darte
Dedicada a la depresión, tiene, de hecho, su simbología —“Ni yo soy tuyo ni nos pertenecemos”; “Corazón, no tengo más pa darte así que déjalo”—, aunque podría confundirse en ciertos momentos con una canción de amor: después de todo, ¿no se ama un poco aquello que se odia?. El fuego representa al dolor, es visto como una lucha, pero también como ese baile inevitable de cabeza-corazón, esa purificación, el ave félix.
Es una canción con mucha fuerza —y con esa alegría y potencia que aporta el saxofón— pero se nota en ella la lucha interna, todo el esfuerzo que ha conllevado llegar hasta aquí. Tiene una cierta aproximación al rap. El estribillo nos muestra a la voz casi anulada, pero luego regresa con contundencia, dura y áspera. Es un viaje de súplica, esfuerzo y, al fin, pacto: no tengo más pa’ darte, pero te hago esta pedazo de canción.
Adivina
Esta canción ya pudimos oírla a modo de adelanto, pero ahora se nos presenta con ciertos cambios. Siempre que la escucho siento una contradicción, porque la voz avanza rápida mientras que la música es más lenta y tranquila, para luego adaptarse la una a la otra. Me hace sentir cómoda; luego me descoloca en el estribillo con lo que parece una lucha entre la voz y el instrumental[4]. El final es dulce, con esencia de piano; una balada con ingredientes descontextualizados: jazz, gritos, ritmos de palmas. Habla de caos y de calma —“Lo que tapa sus ojos son pétalos y en lugar de pestañas, espinas”—, ese amor suave al que se alcanza tras la lucha, la intimidad de la cama tras la tormenta.
[1] El artículo del diario El Pais, Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida, de Marta Rebón, explica qué representa esta centenaria técnica: https://elpais.com/elpais/2017/12/01/eps/1512125016_071172.html
[2] Tatín, en una de sus últimas entrevistas, sugirió la etiqueta de acid pop para su música, en relación con estas influencias del jazz: http://www.backstagemagazine.es/index.php/entrevistas/33-entrevistas-articulos/493-tatin-muriel-estamos-consiguiendo-el-sonido-que-buscabamos
[3] Un poco al estilo del videoclip The girl in the yellow dress, de David Gilmour: https://www.youtube.com/watch?v=7PwQrEbEnrM ; o al que formó parte de Fantasía 2000, con la canción Rhapsody in blue, de George Gershwin.
[4] Me recuerda a la banda sonora del juego Hotel Dusk, a cargo del músico Satoshi Okubo.
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