Ella, me salva. Así de sencillo.
No sé si es consciente de las veces que sin ella, yo, me habría perdido. Pero así es.
Diría que es magia, porque solo siéndolo se explica que siempre encuentre las palabras exactas para cualquier estado de ánimo en el que me encuentre. Le sobran las palabras, las mías, para entender qué necesito en ese preciso instante. Le sobran los ojos, los suyos, para poder ver que mi rostro ha fruncido el ceño. Le bastan dos latidos para hacer suyo el dolor de un corazón, el mío, que ha decidido ahorrar sentimientos y latir un poquito más lento para intentar sobrevivir. Precisa tan solo un inapreciable suspiro que se escapa de unos labios, los míos, apretados por unos dientes que se empeñan en no dejarlo salir. Lo sabe, siempre lo sabe y, yo, le agradezco que acuda a mi rescate, incluso antes de ser consciente de que la necesito.
Me intuye y por ello es como la brisa que acaricia mi piel sin apenas notar que la toca y que, aun así, me hace sentir viva con el frío que genera. Tras rozarme se detiene un instante, el tiempo justo para que mi alma le grite, a pleno pulmón y sin romper el silencio, lo que llevo dentro. Respira, profundamente, y su aire remueve mi pelo a la vez que hace llegar a mis oídos las palabras, las suyas, que yo no pronuncio.
Traviesa, y entre risas, me recuerda que siempre he adorado saltar encima de los charcos o jugar a la rayuela con los pies descalzos. Cómplice, revive conmigo esa tarde en el lago cazando renacuajos con mis primos o cuando me colgaba de los árboles tan solo por ver el mundo desde la perspectiva del que vive bocabajo. Cuando sabe que necesito reír, recurre a toda la artillería de recuerdos de mi infancia con olor a mandarinas y madera, a ropa de algodón que nunca estaba blanca por mucho que se empeñara mi abuela o a las triquiñuelas que mi abuelo usaba para hacerme reír, mientras curaba las heridas de la última guerra imaginaria a la que se había enfrentado su nieta.
Me deja arder de ira, no emplea ni un segundo de su tiempo en aplacarme cuando mi alma parece ser el refugio del mismísimo demonio. Qué va, no lo hace, y no es porque tema mi reacción o no sepa cómo calmarme… Sencillamente, sabe que si no me deja arder acabaré por quemarme y que el veneno, que en ese momento guardo dentro, no encontrará antídoto que pueda salvarme. Y, entonces, todo lo que me llega de ella me recuerda la impotencia que he sentido ante cada persona que he visto sufrir sin poder aliviarlo, a aquella tarde en la que mis puños sangraron golpeándose contra un muro del que no podía escaparme y a las veces que opté por condenar al destierro a cualquiera de mis emociones.
Me hace llorar, con una precisión tan destructiva que es la envidia de cualquier traficante de sentimientos. Apunta, dispara y yo sangro lágrimas que, de tanto fluir, pierden la sal y el poder de saberme amargas.
Con ella he llorado por el amigo al que veo partir sin saber cuándo regresa y por todos aquellos que se han ido y sé a ciencia cierta que jamás regresarán, porque la muerte es ahora su compañera. Juntas, las lágrimas han brotado por un amor que condenamos a ser olvido, por otro cuya tortura es saberse tan solo recuerdo y por no poder dormir sobre el pecho de quien, sin duda alguna, secaría cada lágrima con la dulzura de sus besos y la yema de sus dedos.
Ella nunca falla y cuando necesito ser valiente me devuelve a aquella habitación en la que volví a ponerme en pie tras la mayor de mis caídas y en la que aprendí que a la vida se le planta cara echándole picardía y un buen par de cojones. También me infunde valor recordándome cuando, todavía dolorida, temblé de miedo al tener por primera vez en mis brazos 3755 gramos envueltos en una sábana blanca y cuya nariz ya parecía idéntica a la mía.
Me hace invencible, pero también me permite encogerme en un rincón y sentirme acosada por el terror, la angustia, la melancolía y los demonios que todos guardamos tan dentro que, aunque no lo parezca, también necesitan ayuda para hacernos perder la cordura por momentos.
Así que de su mano he recordado esa sensación de asfixia tras una discusión que nunca he buscado y el dolor del arrepentimiento cuando no me ha importado buscarla a pesar de intuir el daño, la nostalgia de esos momentos que sabrás que no van a repetirse y la angustia de querer recuperarlos y no ser capaz de encontrar el modo; y del momento en el que los demonios salen de su guarida y lo llenan todo de desconfianza, haciendo que la duda llene de locura cada una de tus acciones.
Me salva, no tengo duda alguna sobre eso. Me ha demostrado tantas veces que siempre encontrará el modo de salvarme que no me ha quedado más remedio que rendirle pleitesía a cada uno de sus matices y encantos. Yo la llamo Kokoro, que en japonés significa corazón, pero para el resto del mundo ella se llama Música y es tan grande su magia, que a mí no es a la única persona a la que cuida y salva.
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