Un viaje a Sierra Leona no sería lo mismo sin visitar el origen de todas sus desgracias: las zonas diamantíferas del Este del país, próximas a la frontera con Liberia. Se lo comuniqué a Edmond, nuestro guía e instructor durante toda nuestra estancia en el país y, en menos de una semana, lo tenía todo listo.
Lo primero que hizo Edmond fue contactar con un amigo suyo natural de Kono, la provincia más rica en diamantes, concretamente de una de sus poblaciones más importantes: Koidu. Este amigo se llamaba Prince, un maestro de una escuela de Kissy (Freetown), corpulento y tranquilo, dueño de un fino bigote. Como me explicó Edmond, era fundamental contar con alguien de la zona para ir directos a los lugares de interés y no perder tiempo dando vueltas innecesarias. Además, “Prince conoce gente que nos podría ser útil”, añadió con un halo de misterio.
Gallinero mojado / Moncho Satoló
El día antes de partir hacia Kono (miércoles 19 de agosto), Edmond y yo debíamos ir hasta la estación de autobuses, en el centro de Freetown, para comprar los billetes. Llovía. Llovía más que nunca. Un río de lodo atravesaba la propiedad donde nos encontrábamos alojados, golpeando con fuerza el gallinero construido pocos días atrás. El agua entraba incesante en la escuela forrada de uralita. Aún así, al no haber alternativa, cogimos una furgo-taxi y nos dirigimos a la estación. Nos dejó a mitad de trayecto, la lluvia había colapsado más de lo habitual la ciudad. Caminamos, sorteando torrentes de agua que se precipitaban por las empinadas calles, desagües desbordados y las afiladas puntas de cientos de paraguas, muchos de ellos rotos. La sonrisa de Obama presidía algunos. Me compré uno. Lamentablemente, los de su busto sonriente se habían agotado, por lo que opté por un paraguas con la imagen de Obama en el sillón presidencial.
Melancolía frente a la escuela mojada / Moncho Satoló
Cuando llegamos a la estación, una simple nave de acero, una decena de mendigos que se protegían de la lluvia se tambaleó hacia mí, muchos de ellos mutilados, pidiendo dinero. Me sentí inseguro. Resultaba tétrico aquel lugar, oscuro, con gente sin nada que perder tirada en el suelo, muchos de ellos bebidos. No les di nada. Por seguridad, nos es bueno mostrar que llevas dinero. Por convicciones, tampoco lo es dar la imagen de que el hombre blanco llega a países de negros a repartir limosna. Edmond se acercó a la taquilla y pidió cuatro tickets (Nuria también vendría con nosotros). Sacó un inmenso fajo de dinero y, billete tras billete, se lo fue entregando a la taquillera: 89.000 leones (18 euros). Parecía como si lo hiciera adrede, mostrándolos arrugados y verdes al gentío. Regresamos a nuestra casa a las afueras, en el humilde barrio periférico de Kissy.
Emparaguada / Moncho Satoló
DÍA 1 (jueves 20 de agosto)
La noche anterior, Edmond nos había indicado el plan de partida: él saldría de casa a las 5 de la mañana para coger el autobús en la estación que, aproximadamente, saldría a las 6.30 de la mañana con dirección Kono. Nosotros, sobre las 7 de la mañana, deberíamos esperar frente a una de las gasolineras de Kissy y él pediría al conductor que se detuviera allí para recogernos, habiendo antes reservado tres asientos para nosotros (Prince, Nuria y yo).
A las 5 de la mañana Edmond llamó a la puerta de nuestra habitación para darnos su bolsa de viaje y pedirnos que le prestáramos un chubasquero. Más tarde, a las 6.45, Nuria y yo llegamos a la gasolinera. Nos ofrecieron un taxi, pero al explicar que esperábamos el autobús con dirección Kono, varias personas, en un abrir y cerrar de ojos, nos habilitaron un banco para que nuestra espera fuese lo más confortable posible. Una niña de unos 8 años se arropaba contra la pared. Me explicaron que era una vendedora ambulante y que esperaba a que llegase la mercancía para salir a vender. Una más de tantos niños que recorren las calles vendiendo galletas, pan, cacahuetes. Pronto llegó Prince. Le ofrecí un espacio en el banco para sentarse. “No, gracias – me dijo – soy profesor y estoy acostumbrado a estar de pié. Además, tenemos un largo trayecto sentados en el autobús”. Yo no sabía a cuánto se refería con ‘un largo trayecto’ y le pregunté a qué hora llegaríamos: “Uf, no hablemos de horas. Muchas. Sobre las 4 de la tarde”, me comentó con rostro de resignación. Llegó el autobús, eran las 7.30.
El autobús, después de lo visto en el país, no estaba mal del todo. Podría compararse con esos apestosos autobuses regionales que hay en toda zona rural en España. Pienso, sin ir más lejos, y para que me entiendan los de mi tierra, en el Castromil: con sillones rotos, chicles pegados en el asiento de enfrente, cristales rayados. Edmond, como había dicho, nos tenía guardados un par de asientos en la parte delantera. ¡No quiero ni imaginarme lo que debió de luchar por ellos! Las gallinas, firmemente atadas, se retorcían bajo los pies de sus dueños. Los niños, sin derecho a asiento, se sentaban en el regazo de sus madres, de otro pasajero o permanecían de pié. Edmond le preguntó a Nuria si podía hacerse cargo de uno. Nuria, loca por los niños, aceptó encantada. El niño, animado por la madre y sentado en un asiento frente al nuestro, se giró obediente pero, cual fue su sorpresa, que el regazo en el que iba a sentarse era el de una blanca (o poto, en krio). Asustado, se negó, rogó para que no lo enviasen a tan monstruoso lugar. Todo el autobús, pendiente de la escena, rompió en una sonora carcajada.
El primer tramo del trayecto transcurrió tranquilo, con la lluvia golpeando con fuerza los cristales, y un poco fresquito, ya que la puerta principal permaneció abierta durante todo el viaje a falta de aire acondicionado. La carretera, además, y para mi sorpresa, se hallaba bien asfaltada, sin apenas baches. A veces, si a algún pasajero le entraban ganas de hacer pis, éste avisaba al conductor (un hombre mayor y experimentado) y el conductor paraba de inmediato a un lado del arcén, bajando siempre el necesitado y algún pasajero más. Meaban de campo. Los hombres, a la vista de todos. Las mujeres, un poco más recatadas, intentaban esconderse tras algún arbusto.
A las 12, transcurrido gran parte del trayecto, realizamos la única parada programada. La hicimos en la pequeña población de Makeni. Una oleada de niños y mujeres se acercaron hasta el autobús para vender todo tipo de productos. Pronto se centraron en nosotros, sobre todo en Nuria, un raro espécimen por estos lugares, donde si es extraño ver a un hombre blanco, más aún es ver a una mujer. Los críos, pronto dejaron a un lado sus responsabilidades y se comportaron como lo que son, niños. La diversión que más éxito tuvo fue llevar diferentes objetos a Nuria y preguntarle cómo se decían en castellano: piedra, camiseta, lata de sardinas, cacahuete… Y tras cada repetición, entre risas, iban corriendo a por otro nueva ‘cosa’ todavía sin nombre.
Regresamos al autobús, atravesando un pequeño check-point a pié. La carretera cambió. Había desaparecido el asfalto y los baches, poco a poco, se fueron acentuando. Tras cada bache, la superficie del camino arañaba con fuerza el suelo del autobús. También el paisaje era diferente: dejamos de ver el mar a nuestra izquierda, llanuras con arrozales y casas desperdigadas tanto a la orilla de la carretera como escalando las colinas; para encontrarnos ante nosotros con la jungla y pequeñas aldeas que, tras ciertos kilómetros, se asomaban a la vereda del camino. A medida que nos aproximábamos a nuestro destino, los pasajeros iban haciendo indicaciones al conductor para que los fueran dejando en los ‘junction’ (cruces), donde siempre se encontraba una gasolinera. Y llegamos a Koidu.
Buscadores de diamantes en Koidu / Moncho Satoló
“¿Ves aquel montón de arena? – me preguntó Edmond – Son las minas de diamantes”. La ciudad, no sé si llamarlo pueblo, era una agrupación de casas bajas que se iban agolpando a la orilla de la carretera. Las edificaciones más nuevas y cuidadas eran, todas ellas, oficinas de compra de diamantes, ilustradas con llamativos dibujos de la piedra preciosa: blanca, tallada, enorme. Esa imagen traída del extranjero y que tantas desgracias ha traído a Sierra Leona. Las oficinas se encuentran regentadas, en su mayoría, por libaneses (los grandes comerciantes de África). Éstos se convierten en un peldaño fundamental entre los buscadores de diamantes y las grandes compañías internacionales que se encargan de comercializar el producto. ¿Compañías? Podríamos hablar de una sola, el Grupo De Beers. Compañía sudafricana que hasta el descubrimiento de diamantes en Canadá, hace aproximadamente una década, disponía del monopolio mundial de esta piedra preciosa, ocupándose de controlar cuidadosamente su precio, sacando al mercado la cantidad justa de diamantes para que los precios se mantuvieran vertiginosamente altos. La influencia de los libaneses se nota también en las monumentales mezquitas y en el cartel que da la bienvenida a los forasteros escrito, curiosamente, en inglés y árabe.
En un extremo arquitectónico opuesto, se hallaban los esqueletos grises y chamuscados de las casas que habían sido incendiadas durante la guerra. Numerosas. Algunas habían sido restauradas sólo parcialmente, con tejados de zinc que ocupan tan sólo una o dos de las habitaciones. Una guerra que comenzó en esta región en 1991 y que no terminaría hasta una década después. Una guerra incitada por países como Libia (que formó y armó a los rebeldes) o Liberia (que les dio cobijo y compró los diamantes ilegales que les traían a través de sus fronteras a cambio de armas). Liberia, durante el conflicto, llegó a exportar 6 millones de quilates de piedras preciosas al año cuando, con sus minas, sólo eran capaces de producir 200.000 (Diamantes sangrientos. Las piedras de la guerra, Greg Campbell). Unos rebeldes que se levantaron en armas porque aseguraban que el Gobierno de Freetown se enriquecía con la venta de diamantes, mientras el pueblo no recibía nada. Ellos, los rebeldes, quisieron cambiarlo, pero al final se encariñaron con los diamantes, explotando las minas en beneficio propio. La diferencia con el Gobierno fue que éstos, para alcanzar sus objetivos, sembraron de destrucción y muerte todo un país, cometiendo sistemáticamente hechos deleznables, como la amputación general de brazos y piernas a los civiles.
Buscador de diamantes / Moncho Satoló
Bajamos del autobús. Tras caminar unos metros, llegamos a una pequeña casa de una sola planta. Se trataba de la casa natal de Prince. Varios jóvenes, que lo llamaban ‘tío’ (algo que no siempre significa que sea un tío carnal o político) se abalanzaron sobre él y lo llenaron de abrazos. Nos enseñó la casa. Terminamos enseguida: dos dormitorios minúsculos y una tercera habitación que, seguramente, también haría de dormitorio durante la noche. Todo oscuro, repleto de mantas, cestas, ropa tirada. Tanto Nuria como yo respiramos con alivio cuando Edmond nos dijo que nos buscarían un hotel para alojarnos. Así que dejamos las mochilas en una habitación que Prince cerró con llave y nos lanzamos a la búsqueda de un lugar donde dormir. Antes, sin embargo, rodeamos la casa. Al otro lado, en el porche, un anciano con ropa musulmana miraba distraído al frente. Se acercó Prince. El anciano se veía sorprendido, como si despertara de un sueño. “Es mi padre”, nos dijo Prince. Edmond, con poca fortuna, se adelantó a Prince y le dio la mano al anciano. El hombre no comprendía nada, deseoso de abrazar a su hijo. Prince se acercó cuidadoso, con respeto, pero su padre lo agarró con fuerza y, con lágrimas en los ojos, comenzó a hablar en un dialecto local que tampoco Edmond comprendía. Nos despedimos.
Avanzamos por la orilla de la carretera hasta llegar a un punto, en el cual giramos a la derecha para continuar por un estrecho camino de tierra. Tras cinco minutos alcanzamos nuestro objetivo: la casa de huéspedes Tío Sam. Rodeada por un muro, nos recibió un joven Obama, mezcla seguramente de una negra con un árabe. La primera de las preguntas de Edmond fue si se trataba de un lugar seguro. El hombre, indignado, respondió que en su negocio había alojado a todo tipo de blancos, y que ahora hasta tenía a un grupo de estadounidenses entre sus paredes (“Americans”, dijo, aunque trato de evitar esa palabra). El lugar, ciertamente, estaba muy bien: paredes todavía con su color intacto, suelos limpios y lo mejor: ¡una habitación con luz eléctrica! El precio: 70.000 leones que, tras regatear un poco, quedó en 60.000 sin desayuno, algo que recuperaríamos hambrientos a la mañana siguiente, volviendo al precio original, es decir, 14 € por una habitación doble con desayuno. Perfecto.
Edmond y Prince decidieron ir solos a por nuestras mochilas, por lo que esperamos durante algo más de una hora. Al volver, Edmond se excusó por la espera diciéndome que habían estado preparando un poco la jornada de mañana. Tras dejar las mochilas en la habitación, nos fuimos a cenar algo. Nos dirigimos hasta el centro de Koidu. Como nos hallábamos un poco lejos, llamamos a cuatro moto-taxis para que nos llevaran. Prince iba primero, luego Nuria, Edmond y yo. Sin embargo, una cuesta me alejó del grupo. Un breve intento y, la motocicleta, se apagó. El hombre intentaba sin éxito arrancarla. Me pidió disculpas y llamó a otra moto. Veloz, había aparecido Edmond, preocupado al no verme llegar. “Tranquilo, sólo se ha estropeado la moto”, le dije. Y, en el nuevo ciclomotor, alcanzamos al resto.
Se hallaban en un lugar estratégico: frente a un puesto de pinchos moruno. Compramos pan y nos hicimos unos bocadillos. Pan: 10 céntimos de euro. Pincho: 40 céntimos de euro. Deliciosos. Después nos fuimos hasta un bar para acompañarlo con una cerveza, que al final fueron muchas. Prince y Edmond, Guiness (fría y en botellín), yo la cerveza local, Star, y Nuria refrescos. Al salir, la noche estaba estrellada. “Rezaré para que mañana nos haga buen tiempo”, dijo Edmond. Así que volvimos a llamar unas moto-taxi, pero como sólo encontramos dos, montaron ellos en una y Nuria y yo en otra. Ningún problema. Nuria, situada en el medio, se agarraba a mis piernas para no hacer fuerza contra el conductor y yo, en el borde de la moto, luchaba para no caerme. Nos dejaron en la casa de huéspedes y tras desearnos buenas noches, nos despedimos hasta la mañana siguiente. Esa noche íbamos a disponer, por primera vez en varias semanas, de luz eléctrica en el cuarto.
DÍA 2 (viernes 21 de agosto)
Edmond y Prince nos recogieron por la mañana, a las 10.30, una hora más tarde de lo previsto. Luego caminamos hasta la carretera principal y paramos dos moto-taxi. Una vez más, Edmond y Prince irían en una de las motos y nosotros en otra. El cielo se encontraba limpio, sin una nube: los rezos de Edmond habían funcionado. Nos dirigíamos a las minas. El trayecto fue largo. Primero fuimos hasta el centro de Koidu y después nos metimos por unas callejuelas que, poco a poco, nos alejaban de la ciudad. El camino estaba infestado de grandes agujeros y la lluvia del día anterior había convertido todo en un gran lodazal. La moto, de vez en cuando, patinaba, pero el experimentado conductor sabía cómo manejar a su bestia. Nos encontramos con dos controles de policía. En el primero, se ocupaban de chequear una especie de carnet que indica que se ha pagado el impuesto mensual que impone el Gobierno: 5.000 leones (1€). Nos lo quisieron pedir a Nuria y a mí. Edmond se enfureció: “¿Pero no ves que son extranjeros? ¿Cómo les vas a pedir que paguen las tasas? Ellos ya pagaron su visa, y no fueron 5.000 leones, sino 50 €”. El policía entró en razón y nos dejó marchar. El segundo era algo así como un control de tráfico. Cómico. Prince vino hacia mí y me dijo que me bajase de la moto, que según la norma sólo podía ir uno. Nos encontrábamos a menos de dos metros del control. Hice lo que me mandó, lo atravesamos caminando y sin escondernos lo más mínimo, un par de metros después, las motos nos esperaban a Prince y a mí para seguir nuestro camino a las minas. Continuamos.
Buscador azul / Moncho Satoló
A los lados, en zonas fluviales, pronto comenzamos a ver gente utilizando cedazos para cribar la arena, con sus cuerpos en el agua, tratando de encontrar diamantes. Pequeños grupos de trabajadores se iban sucediendo. La moto paró. Habíamos llegado a nuestro destino. Un par de docenas de hombres esperaban sentados, con la mirada fija al otro lado de una valla metálica, a que alguien los contratara. Eran buscadores de diamantes. Prince reconoció a alguien, un hombre bajo y desgarbado que, tras explicarle nuestras intenciones, nos llevó al otro lado de la valla por un estrecho agujero en el alambre.
Mina estatal de diamantes / Moncho Satoló
En el lugar había un container transportable alargado, que hacía de oficina y donde se apelotonaban varios uniformados y empleados de la mina. Tras él, una gran montaña de arena que, bocado a bocado, era devorada por una escavadora, que arrojaba a continuación la arena en el interior de un camión. Diferentes individuos se presentaron ante nosotros, ostentando todo tipo de cargos: jefe de las excavaciones, encargado de seguridad, hasta el señor Tamba H. Fomba, Presidente de la Consejería de Recursos Minerales del Distrito de Kono. Fuerte, parecía más un guardaespaldas que un funcionario, acentuando esta impresión sus gafas oscuras de aviador. Fue con él con el que hablaron Prince y Edmond. Nuria y yo nos fuimos a un lado y esperamos. Mientras lo hacíamos, una policía se encariñó con Nuria: Miss Zainab H. Jalloh, así escribió su nombre. Pidió a Nuria que se hicieran amigas. Delgada, pintarrajeada y, sobre su labio superior, un velludo mostacho. Regresaron Edmond y Prince, me llevaron a un lado, y me explicaron la situación: “Me dice que los extranjeros tienen prohibido visitar las minas, al tratarse de un lugar estratégico para la economía del país. Aún así, se pueden conseguir permisos, pero son muy costosos y llevan mucho tiempo y papeleo. Pero no te preocupes. Nos costará algo de dinero, pero podemos negociar un precio con él”. “¿De cuánto estamos hablando?”, les dije. “Unos 20.000 leones (4 €)”, me respondió Edmond. Acepté. En dos segundos, el tema estaba solucionado. El señor Fomba se me acercó sonriente, me dio la mano, y me dijo que tenía total libertad para sacar fotografías por todo el recinto y que dos hombres me acompañarían para guiarme por la mina. Uno alto y enjuto, que dijo pertenecer a los puesto directivos, y otro bajo y robusto, miembro de seguridad.
Así que, con Prince entre nosotros, paseamos por la mina y tomamos algunas fotos. La mina, propiedad del Estado, no era muy grande. Tras la montaña de arena, un riachuelo la delimitaba. Pregunté si sería posible ascender por el montón de arena para sacar unas fotos desde arriba. Uno que sí, el otro que no. Subimos. Más alta de lo que aparentaba, desde la cima pudimos ver una aldea de mineros a un extremo y una explotación diamantífera de la compañía West African, propiedad de De Beers, a tan sólo unos metros. Bajamos. Mientras lo hacíamos, Prince me comentó: “Estoy muy contento de haber venido. Si no llega a ser por lo de tu reportaje, nunca habría entrado en un lugar como éste”.
Entre diamantes / Moncho Satoló
Abajo nos esperaba el resto, que no se percataran de que los habíamos estado fotografiando desde lo alto. Nuria continuaba con su amiga Zainab. Tamba me llevó a un lado, y me dijo: “Pregúntame lo que quieras”. Yo le pedí si me podía explicar el funcionamiento de la mina, a dónde iban esos camiones… Él comenzó a darme cifras y nombres sobre el proceso de explotación privada de las minas. Es decir, esta mina, aunque era pública, la explotaban agentes privados. Éstos debían sacarse sus permisos pertinentes, pagar las tasas y luego pagar por cada camión lleno de arena que sacasen de la mina. El precio era siempre el mismo, encontrasen o no diamantes. Ahí estaba el juego. Después, esta persona debía contratar a unos trabajadores (nunca más de cinco), que se meterían en el agua para cribar la arena en busca de diamantes. Éstos no cobrarían nada a no ser que encontrasen algún diamante. En estos casos se llevarían un minúsculo porcentaje. Si no hallaban nada, se les proporcionaba algo de comida, pero nunca dinero. Un ‘manager’, siempre con ellos, los vigilará para que no se les ocurra llevarse a escondidas alguna piedra preciosa. Luego, estos diamantes se venderán de nuevo al Gobierno o, si no son de mucho valor (esto en la teoría), a los intermediarios libaneses. Comprendido el proceso, deslicé dos billetes de 10.000 leones en su mano. (Uno se va convirtiendo en un profesional en esto de arrugar el billete, acercar con disimulo mi mano a la suya y, sin bajar la mirada, deslizar el dinero para que sus dedos lo atrapen como un imán).
Tamba H. Foma / Moncho Satoló
Para disgusto de Zainab, la ‘íntima’ amiga de Nuria, nos alejamos. El conocido de Prince, que nos había introducido en la mina, nos llevó hasta la aldea cercana que había divisado minutos antes desde lo alto del montón de arena. Pasamos frente a la West African. Allí, en la aldea, nos recibieron los niños a gritos de “Oh, white men!!” (la expresión ‘o poto’ no se utilizaba aquí). Las casas, de ladrillos de adobe y tejados de zinc. Divisé a un anciano vestido con harapos y le pregunté a nuestro guía si era un minero. “¡Claro! – me respondió – , aquí todos lo son”. Entonces le dije a Edmond si podríamos entrevistarlo, y nos acercamos.
Moncho con Joseph Sesey / Nuria Rodpa
Se llamaba Joseph Sesey y tenía 63 años. La guerra le había cogido aquí, en Koidu, y mientras duró se tuvo que marchar. Luego regresó, para continuar trabajando en las minas. Ahora, como con su edad nadie lo contrata, es ‘autónomo’. Rebusca entre los restos que los demás han cribado ya. Los diamantes que suele conseguir son de muy mala calidad, “del 15 o 20%”, por lo que suele conseguir un máximo de 12.000 leones (2,5 €). Los vende en la ciudad, a los libaneses. Tras despedirnos, nos pidió que esperásemos un momento, que quería enseñarnos algunos de sus tesoros. Se trataba de monedas de principio de siglo que había encontrado en el río. Otro hombre se acercó y nos enseñó sus últimas capturas: unos diminutos diamantes negros y una piedra cristalina de gran tamaño que, según entendí, se suele confundir con un diamante, pero que no lo es.
Diamantes negros / Moncho Satoló
Regresamos al camino y, retrocediendo sobre nuestros pasos, dejamos atrás la aldea, West African y la mina estatal, para acercarnos a esos lugares donde los grandes camiones eran vaciados y, en una nueva fase de la búsqueda, los trabajadores cribaban la arena. En el habitual control de seguridad antes de entrar en el lugar, un joven con gafas de sol, una porra colgada del cinturón y caminar bravucón (apostaría lo que fuera a que se trataba de un antiguo rebelde), nos negó el paso, afirmando que hacían falta ciertos permisos para hacerlo. Edmond, en un estilo que le encanta, comenzó a hablar de manera altiva de los contactos que tenía y que su superior, Tamba H. Fomba, le había dado permiso para recorrer los alrededores sin impedimento alguno. Nos dejó pasar, haciendo de escolta durante la visita.
Lo que vimos se parecía mucho más a la visión que el imaginario popular suele tener sobre estos lugares: un riachuelo, montones de arena y grupos de hombre metidos en el agua con grandes cedazos en busca de diamantes. Cada grupo constaba de cinco trabajadores, siempre hombres, y, frente a ellos, vigilante, el manager (la mayoría de las veces, una mujer).
A buscar / Moncho Satoló
El primero de los grupos al que nos acercamos, en un principio, aceptó que los fotografiásemos. Sin embargo, uno de ellos, al preguntar por dinero como condición para tomar las fotos, provocó un amotinamiento general y que preguntasen por lo mismo. Nos alejamos. El segundo grupo, mucho más abierto, aceptó enseguida ser fotografiado. Les hacían gracia los blanquitos. Se ponían a mirar, posaban frente a mí. “No, por favor, – les dije – trabajad con naturalidad, no miréis la cámara”. Me hicieron caso, pero se reían, les resultaba difícil mantener la compostura. Saqué unas fotos, no muchas, y les dejé libres. Antes, Nuria, empleando su psicología femenina, les hizo ver que no había ningún problema con las fotos, y se puso entre ellos para sacar una fotografía de grupo. Luego me puse yo. Pobres, siguiendo mis órdenes, como me dijo Nuria apenada, ninguno miraba a la cámara. Luego me acerqué a un tercer grupo. La manager, de malas pulgas, me pidió que no la fotografiase. El guía comenzó a explicarles mis intenciones, los motivos por los que quería fotografiarlos. Uno dijo: “Déjale a él que hable”. Edmond me había dicho que en ningún momento nombrase la palabra periodista, por lo que les dije que pertenecía a una ONG y estaba realizando un informe sobre las minas, comparando el triste pasado del país con la floreciente actualidad (mentira piadosa). Les pareció bien. Nueva y corta sesión de fotos. Nos despedimos. Cuando nos marchábamos, el guía me pidió dinero por sus servicios. Yo me hice el loco, y le pedí que hablase con Edmond. Éste, como un político, comenzó a explicar al joven guarda de seguridad que no podían dar esa imagen del país, que Sierra Leona necesitaba gente como él, segura, que no se vende por unas perras y está orgullosa de mostrarle a los extranjeros todas las grandezas de su adorado país…. No dijo nada, y se alejó.
¿Ha encontrado algo? / Moncho Satoló
Más tarde, Nuria, al decirle que no estaba muy contento con las fotos que había hecho, y tampoco con la información (no entrevisté a ninguno de ellos), me recriminó que tuviese más calma, que en el momento que me había hecho con su confianza que lo aprovechase. Tenía razón. Yo veía que estaban trabajando y sentía el “no quiero molestar”. Además, me habían recibido tan antipáticos que no me encontraba a gusto entre ellos. Sin embargo, debería haber explotado la oportunidad, comportarme como un profesional y no como un aficionado. Las mujeres, no sé cómo lo hacen, siempre tienen razón.
Eran sobre las 2 de la tarde cuando regresamos al centro y tendríamos que esperar hasta las 5 para seguir con nuestra investigación. Subimos una vez más a dos motos y nos dirigimos hasta una aldea a las afueras que, según nos explicaron, habían sido propiedad desde 1930 de la compañía diamantífera Sierra Leone Selection Trust (SLST), más tarde denominada, en los 60, National Diamond Mining Community (NDMC). En los 90, cuando comenzó la guerra, los rebeldes ocuparon el lugar y los civiles huyeron. Más tarde, cuando todo terminó, muchos de estos civiles se encontraron con que algunas de las casas habían sido ocupadas por rebeldes y, debido a la ley de reconciliación nacional, nadie podía echarlos o recriminarles los crímenes cometidos. Así que ahora, entre esas pequeñas casas de adobe, conviven tanto rebeldes como los hombres que lo perdieron todo, muchas veces a familiares y amigos, y regresaron sin nada para rehacer sus vidas. Todo esto nos lo contaba Daniel Joe, uno de los líderes de la aldea, con los ojos encendidos por el vino de palma. Maestro y minero, trabajó con Prince en una escuela antes de que éste se marchara a la capital. La conversación con él, complicada. El alcohol le hacía repetir lo mismo una vez tras otra. Encargó una garrafa de vino de palma de cinco litros para nosotros. Le di un sorbo: vino blanco con textura de zumo, más espeso y rugoso, caliente. No me gustó. A Nuria tampoco. Prince y Edmond lo adoraban. Así que, muy pronto, aquella conversación se convirtió en un galimatías, por lo que desistí. Sobre la guerra, Daniel Joe me habló de los kilómetros que tuvo que recorrer escapando de los rebeldes, de las balas recorriendo el cielo y silbando por todos lados como estrellas fugaces, del difícil regreso al tener que comenzar de cero.
A menear el cedazo / Moncho Satoló
Nos quedaba una última parada. Tanto Prince como Edmond estaban borrachos como cubas. Era noche cerrada. Yo quería visitar una de las oficinas de compra de diamantes, pero había un problema. El contacto de Prince, no sé si un libanés o local que llevaba una de estas oficinas, había tenido un imprevisto y se había marchado de la ciudad. Insistí en que, por lo menos, estaría bien ir a ver la oficina, conocer cómo es el ambiente. Prince no estaba del todo convencido. Edmond dijo que fuéramos. Cogimos unas motos y llegamos. Prince insistió: estamos en Ramadán y no es bueno que nos acerquemos hasta allí. Van a desconfiar, van a pensar que preguntamos tanto porque queremos venderles un diamante y, cuando vean que no lo tenemos, puede ser peligroso. Le traduje a Nuria. Edmond dijo: “Vamos, no pasa nada”. Desde la oscuridad de la calle, situados muy cerca, podíamos ver cómo decenas de musulmanes, todos ellos negros, rezaban en la entrada de la casa. Nuria me agarraba: “Vámonos, vámonos de aquí”. Yo le pedía que esperase un poco, que no se preocupase. Ella insistía y, al final, marchamos.
Nuevas motos. Edmond nos acompañó en una mientras Prince esperaba en su casa. La jornada y el viaje habían acabado. A la mañana siguiente, sobre las 6.30 de la mañana, salimos hacia Freetown. Esta vez fue Prince quien nos había reservado los asientos. Vimos llegar el autobús. No nos lo podíamos creer. Podía tener, sin exagerar, unos 50 años. Los asientos eran duros, de hierro, ligeramente acolchados. Gallinas y otros utensilios, lógicamente, se multiplicaban respecto al viaje anterior, pues iban a venderlo a la ciudad. Nos apretujamos. En un espacio para dos íbamos Edmond, Nuria y yo. Las rodillas se me aprisionaban contra el asiento delantero. Una ventana, durante el trayecto, se cayó, con la fortuna de que un hombre la cogió al vuelo. El compartimento superior, donde se suelen colocar las maletas pequeñas, estaba descolgado en sus dos cuartas partes. Y, como colofón, el conductor estaba, simple y llanamente, loco. A toda velocidad, con amortiguadores deficientes, el viaje se convirtió en una atracción de feria…
DÍAS DESPUÉS
A nuestro regreso, sabedor de que no había encontrado la historia humana que buscaba sobre la zona diamantífera y los rebeldes, le pedí a Edmond si podíamos ir al campo de desplazados donde se encontraban las viudas, y preguntarles si alguna de ellas venía de la zona de Kono y si podría entrevistarla. Allá fuimos y, ese día, encontré lo que buscaba.
Entrevista a MBALU KABBA
Mbalu Kabba / Nuria Rodpa
A esta mujer, que nos recibe con un peine azul atravesado en el pelo, le mataron a su marido por un diamante. Historia de avaricia, de dignidad, desesperación, hartazgo… Todo resulta demasiado complicado para encasillar el hecho que marcó su vida con un sólo adjetivo.
Nos recibe en el lugar al que huyó después de que los rebeldes la expulsaran de Kono. Ese lugar es Grafton, un campo de desplazados convertido en aldea y situado a unos kilómetros de la capital, Freetown. Su casa, como la del resto de sus vecinos, es minúscula, de adobe, suelo de tierra y tejado de zinc. Nada resulta fácil para los que viven allí.
Así me narró Mbalu los hechos que marcaron su vida. Lo hace en krio aunque, por lo que parece, sabe hablar inglés:
“Cuando vivía en Kono estaba casada. Mi marido trabajaba en las minas y vivíamos felices con los niños… Hasta que la guerra empezó.
Un día escuchamos caer una bomba y escapamos. Pensamos que no sería nada, por lo que regresamos a casa. Cuando lo hicimos, nos atacaron de nuevo. Fue terrible. Escapamos, dejando todo lo que teníamos. Era 1992. Yo amamantaba a un bebé de 8 meses. Desde Kono huimos a Makeni. Cuando el ejército nacional expulsó a los rebeldes de Kono, decidimos volver. ¿A dónde íbamos a ir si no teníamos otro lugar?
Como las compañías mineras habían cerrado, decidimos trabajar por nuestra cuenta buscando diamantes en una pequeña propiedad que tenía mi padre. Al principio todo iba bien, encontrábamos pequeños diamantes por los que nos daban lo suficiente para vivir.
En 1995, un día, todo cambió: encontramos un gran diamante blanco de 7 quilates”.
[Buscando un diamante con estas características en Internet, encontré uno amarillo (el blanco tiene más valor) que vendían por 23 millones de las antiguas pesetas. Sin embargo, hay que reconocer que el tamaño en bruto de la piedra, al tallarla, se suele quedar en la mitad].
“Al venderlo nos darían mucho dinero. Lo primero que hicimos fue sacarle varias fotografías. Sin embargo, los rebeldes volvieron a atacar. Aún teníamos el diamante y la cámara con nosotros cuando nos paró un grupo de rebeldes. Descubrieron la cámara, que la llevaba mi marido, e intentaron sacársela. Mi marido se negó. Al hacerlo, desconfiando, uno de los rebeldes le registró y encontró el diamante en uno de sus bolsillos. Yo empecé a suplicar por mi marido. Me pidieron que me alejara. Yo no quería dejarlo solo. Seguí suplicando y pedí a mi marido que se viniera conmigo y olvidase el diamante. Él no quería. Entonces, una rebelde se acercó a mí y me golpeó. Me alejé, ocultándome un poco más adelante para ver qué pasaba con mi esposo.
Él no se quería marchar. Insistía en que el diamante era suyo, que él lo había encontrado y que debían devolvérselo. Le dispararon en una pierna. Yo seguía observando. Entonces llegó un comandante y dijo: “¡Terminad con éste!”. Mi marido, al oírlo, rogó para que le dejaran marchar. Pero ya era demasiado tarde. Le dispararon hasta matarlo. Y yo dejé allí a mi marido, muerto, y volví a casa con mis dos hijos.
A las 8 de la noche, los rebeldes atacaron de nuevo. Entraron en mi habitación, donde dormía, y lo destruyeron todo. Vieron un saco de arroz, que había comprado con el dinero que me quedaba, y quisieron robármelo. Sabía que sin ese saco mis hijos y yo estábamos muertos, por lo que me negué a entregarlo. Discutimos. Sólo quedaba un rebelde, un hombre inmenso. Me golpeó una vez, otra. Yo también le golpeé y empezamos a forcejear. Entonces el rebelde me apuntó con el arma. Antes de que disparara (dice entre risas), le cogí el cargador y lo vacié fuera, en la oscuridad de la noche. Entonces el rebelde me golpeó con la culata del fusil. Corrí, dejándolo todo.
Mi hermana, durante la disputa, se había llevado a mis hijos y, hasta la mañana siguiente, no los volví a encontrar. Huimos a Freetown. Al llegar estaba muy enferma y las Naciones Unidas me ayudaron con medicamentos. Primero estábamos en un campo de desplazados en la ciudad, donde el Gobierno nos ayudaba con comida, y luego aquí.
Volví a Kono para ver si podía regresar, pero mi casa había ardido y no me quedaba nadie, por lo que decidí instalarme aquí, en Grafton. Sólo cuando se creó el grupo de viudas, las cosas mejoraron. Aún así, la situación es difícil, porque no recibimos ningún tipo de ayuda.
En Kono sigo teniendo la tierra de mi padre, que podría explotar, pero necesito a alguien que me ayude a hacerlo”.
- ¿No la puede vender?, le pregunto.
- No, la ley prohíbe vender tierras con minerales.
- ¿No teme que alguien la esté explotando mientras usted no está?
- Mi hermano está allí vigilando.
Con el estómago lleno, dinero en el bolsillo, educación, las ideas sobre cómo sacar partido a esa tierra vienen a nosotros como relámpagos. Sin embargo, para esta gente, todo es diferente.