El viernes 27 de mayo –inaugurando la Feria del Libro de Madrid 2016–
estaré firmando ejemplares de mi nuevo libro de relatos, titulado Koundara,
en la caseta 312, correspondiente a la librería Muga (de 19:00 a 21:30).
Koundara es un libro formado por
siete relatos, relativamente largos (algunas sobrepasan las 30 páginas). El que
da título al libro es el primero y transcurre en Guinea Conakry (Koundara es
una ciudad de este país). Me gustó escribirlo porque pude situarlo en un lugar
en el que nunca he estado (aunque procuré documentarme bien) y además creé para
él una voz narrativa femenina (era la primera vez que lo hacía).
Dejó aquí el comienzo del primer relato del libro:
KOUNDARA
El olor es lo primero en
África; un olor carnal, igual que una gasa invisible sobre el cuerpo. Nada más
bajar del avión, una presencia de cuero y sudor rancio. Nos han contado que la
temperatura baja bastante por la noche, pero hace calor.
Un negro con un color de
piel especialmente oscuro sostiene un cartón blanco; en él, de forma
aproximada, está escrito mi nombre. Es el enviado del hotel al que debemos
dirigirnos. En la calle nos asaltan los mosquitos. Dakar, hemos leído, es una
ciudad plagada de mosquitos, incluso en marzo, durante la estación seca.
Seguimos respirando el
fuerte olor, mezclado ahora con el polvo que levantan los vehículos
desvencijados que atraviesan una carretera sin asfaltar, entre edificios bajos
y mal iluminados.
El negro nos abre el
maletero y las puertas de un coche, en cuyos costados está escrito el nombre
del hotel. Nos conduce hacia allí. Intento practicar con él mi francés, pero me
contesta con monosílabos. Mira con seriedad la carretera que los focos del
coche destapan ante nosotros.
El hotel es un edificio
bajo con una fachada pintada en tonos muy vivos. Dentro: cortinas de colores
cálidos y una recepcionista con un llamativo traje local y un pañuelo a juego
en la cabeza.
A pesar de haber
reservado —y pagado— las habitaciones dos semanas antes, no nos va a dar tiempo
a dormir. El vuelo desde Madrid ha salido a la hora, pero hemos sufrido un
retraso en la escala de Casablanca. Descansamos media hora bebiendo refrescos
embotellados y el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto nos acompaña otra
vez hasta el coche. Nos dirigimos a una parada de taxis. Queremos tomar uno que
nos lleve a Tambacounda, una ciudad en el interior de Senegal. Allí hemos
quedado, a la mañana siguiente, con un sacerdote cristiano que va a alojarnos
en su parroquia por una noche.
El hombre del hotel,
igual que antes, casi no articula palabra y se adentra en una ciudad cada vez
peor iluminada. La carretera acaba desembocando en lo que parece un cementerio
de coches: carrocerías dañadas por la intemperie, herrumbrosas, en montones.
Restos de metal, plástico y caucho, de los que empiezan a emerger un grupo de
negros vigorosos. Los faros de nuestro coche los han puesto en movimiento. Se
alteran ostensiblemente cuando nuestro chófer aminora la velocidad y descubren
el nombre del hotel en los costados del coche y a blancos en su interior.
Rodean nuestro vehículo, posan sus manos sobre él. Puedo sentir el golpear de
sus dedos sobre el techo. Nos gritan, no sonríen.
Ayer por la noche, me
descubro recordando con una fuerte sensación de irrealidad, estuve en un bar
cercano a la estación de Atocha con Maica, una de mis amigas del colegio.
Quería que le contase lo de África y lo de Tomás antes de que saliese de viaje.
Gracias a la
intermediación del hombre del hotel más que a mi francés, logramos cerrar un
precio con un negro de dos metros que, al igual que sus compañeros taxistas, no
ha sonreído en ningún momento. Se ha limitado a regatear con tozudez, alzando
la voz. A mí no me ha mirado, se ha dirigido en exclusiva al hombre del hotel.
El negro de dos metros
nos hace un gesto perentorio con el brazo. Con rapidez nos colocamos las
mochilas y le seguimos. Nos quedamos atrás y él no nos espera. Se planta ante
un vehículo descolorido y abollado, de ocho plazas. Depositamos las mochilas en
el maletero y entramos. En el interior están ya acomodados dos hombres. Jaime
les saluda, usando una de las pocas expresiones que sabe del francés y ellos no
le miran ni le devuelven el saludo. De nuevo un punzante olor a sudor rancio, ése
será nuestro compañero de viaje. Cristina y yo no decimos nada.
A pesar de todo, consigo
quedarme dormida. En ocasiones las sacudidas me despiertan, miro por las
ventanillas y, o no distingo nada, o distingo luces aisladas en la noche. Al
despertarme siempre sé dónde estoy; mi sueño no es profundo. Y trato con
obstinación de volver a arrebujarme sobre un jersey doblado.
Cuando amanece me
despierto por completo. El calor es intenso. La carretera atraviesa un páramo
semidesierto. En la lejanía hay grupos de arbustos. En ocasiones nos cruzamos
con tiendas en el camino, construcciones de adobe y lata, más frecuentes cuando
nos acercamos a Tambacounda. Ante sus entradas, bajo los porches sostenidos por
maderos, veo cubos y barreños; también unos jarrones con flores de plástico
sobre una caja de cartón.
El taxista nos deja en
la dirección que le hemos dado, enfrente de un viejo edificio público: nuestro
punto de encuentro con el sacerdote cristiano.
Esperamos a la sombra.
No lo hacemos durante mucho tiempo, el sacerdote estaba aguardándonos y sale de
una tienda de comestibles. Nos ha visto desde la ventana, sonríe. Es el primer
africano al que veo sonreírnos abiertamente. De las demás personas de la plaza
percibo miradas recelosas, se interrogan sobre nuestra presencia.
Joseph, el sacerdote,
viste de negro como un cura de película de los años cincuenta. Habla mal el
francés, me cuesta entenderle. Le seguimos. Cristina y Jaime caminan de la
mano, muy pegados a la espalda de Joseph. Yo, desde más atrás, observo sus
manos entrelazadas, sus pasos apresurados, cortos.
Nos detenemos ante la
entrada de una pequeña iglesia. La cruz destaca en lo alto del tejado de dos
aguas como el mástil de un barco. Me fijo también en los postes que sostienen
unos gruesos cables negros por toda la calle. Sobre el tejado de la iglesia,
Joseph nos señala a unos pesados pájaros negros, los llama “buitres de ciudad”
y sonríe. Uno de ellos alza el vuelo y se posa sobre uno de los cables, que se
comba bajo su peso.
Nos enseña la iglesia y,
atravesando una puerta, entramos en la casa parroquial. Salimos a un patio interior
y nos señala unas casitas. Dentro de ellas hay una cama y un aseo. Cada uno
dormiremos en una. Dejamos las mochilas y volvemos al interior de la parroquia.
Joseph nos invita a
tomar unas botellas de coca-cola. Comemos algo junto a dos negros bastante jóvenes;
dos seminaristas, nos dice Joseph. Tras acordar la hora de la cena decidimos
regresar a las casitas para dormir una siesta.
Cuando ya nadie puede
observarme, me estiro, me desvisto y me ducho. Me tumbo en la cama. Palpo la
red que hace de mosquitero y compruebo que tiene agujeros. En Madrid me he
vacunado contra la fiebre amarilla. En la estación seca el riesgo de contraer
la malaria es menor, aun así vuelvo a pasar los dedos por los agujeros de la
red. Los acerco a los ojos. Me tumbo en la cama y tardo muy poco en quedarme
profundamente dormida.
Cuando suena la alarma
del móvil me cuesta recordar dónde estoy. Me ducho de nuevo y me acerco hasta
la sala más espaciosa de la casa parroquial, sin comprobar antes si Cristina y
Jaime se han levantado. Al atravesar la cortina de cuentas los encuentro
sentados en unos sofás, hojeando revistas de la ONG a la que los dos pertenecen y que colabora
con las iglesias cristianas del centro de África. Hablan de su labor en España
con un seminarista, un chico que no debe de llegar a los veinte años y que
habla un inglés dificultoso.
Lo que le conté a Maica
en el bar de Atocha: Tomás me ha dejado. Yo he descubierto que tenía una novia
y él me ha dejado a mí. Cuando le hablé a Tomás de lo que sabía sonrió y trató de
quitarle importancia. Su novia era asunto suyo, en ningún momento había hablado
conmigo de relaciones formales. Nos habíamos conocido, habíamos salido unas
cuantas veces, nos habíamos acostado otras tantas, y ya estaba. Además, yo
tenía que saber que en unos meses se iba a Estados Unidos, donde había
conseguido una beca para finalizar un doctorado en Económicas.
Yo no había pensado
decirle nada a la novia, aunque Tomás tuvo la presencia de ánimo o la seguridad
propia como para presentármela. Tal vez sí que debería haberle dicho algo a
ella, una chica guapa con aspecto apocado. Se lo comenté a Maica y ella me dio
la razón: tenía que haberle dicho algo.
Y como aquella situación
parecía incomodarme, lo mejor era que lo dejásemos, me había dicho Tomás, en el
mismo tono tranquilo y pedagógico que había usado otras veces para explicarme
los diferentes puntos de vista entre las teorías económicas monetaristas y
keynesianas.
Y sobre el viaje: a
través de la ONG
donde Cristina y Jaime prestan servicio comunitario, dos tardes por semana,
habían conocido a un francés, ingeniero de formación, que había aceptado un
puesto de trabajo para coordinar la colaboración de la Iglesia con la ONG en diversas escuelas, en
la zona cristiana de Guinea Conakry. El francés les había propuesto una visita
y ellos habían aceptado. La invitación se hizo extensible a mí, aunque yo no
conociera al francés.