Revista Viajes
La última etapa de nuestro gran viaje por Japón nos llevó hasta la tradicional Kyoto. A la antigua capital le habíamos reservado en exclusiva cuatro días para poder explorarla con calma, y a pesar de que en ese tiempo pudimos escudriñar sus templos más importantes, su impresionante Palacio Imperial, su castillo y sus recónditas calles en sus barrios más tradicionales, todavía nos quedaron muchas cosas por hacer y vivir. A toro pasado creo que seis o siete días hubiera sido el tiempo acertado para empaparse totalmente de Kyoto, pero los días de que disponíamos eran los que eran. Tampoco nos vamos a quejar y, probablemente, nos sirva de pretexto para regresar de nuevo a Japón. Y como por algún sitio había que comenzar a explorar la ciudad, el primer día decidimos desplazarnos al noroeste de Kyoto donde se encuentran emplazados dos de los templos más famosos de la ciudad. Y la mejor manera de llegar a ellos, sin duda, es utilizando las numerosas líneas de autobús que circulan por toda Kyoto. Adquirimos al conductor dos pases de todo el día por 500 yenes cada uno y tras efectuar un transbordo llegamos al Templo Kinkakuji, o más conocido como el Pabellón Dorado. La entrada al recinto cuesta 400 yenes.
El Pabellón Dorado se alza a orillas de una gran estanque casi como una imagen irreal. Su belleza es cautivadora y realmente nos atrapó la mirada durante muchos minutos sin poder apartarla en ningún momento. Su brillo, y el espectacular contraste con la vegetación que lo rodea, junto al reflejo de su silueta en las calmadas aguas del estanque compone una de las imágenes más bellas y le alza como uno de los templos de Kyoto preferidos por los japoneses.
Hay que dedicar tiempo al paseo por las otras edificaciones de este recinto y disfrutar con calma de la paz y el sosiego que transmite este lugar, al menos en la medida que los grupos de excursiones te permitan. El Templo de Kinkakuji en un principio se construyó como casa de retiro de uno de los shogun, y al morir éste convirtieron el Pabellón Dorado en un templo. El color oro del edificio se debe a estar forrado de miles de hojas de este metal precioso que dan como resultado un brillo espectacular que atrae la mirada irremediablemente. Lástima que la complicada luz de ese día no me permitiera haber tomado mejores fotografías.
Tras el paso por el Pabellón Dorado regresamos de nuevo a la parada de autobús para apearnos un par de paradas más adelante. Allí se encuentra otro de los famoso templos de Kyoto. El Templo de Ryoanji es famoso sobre todo por su blanco jardín de piedras. Tras descalzarnos accedimos al edificio principal del templo donde pudimos visitar sus estancias separadas por puertas correderas bellamente decoradas con sutiles dibujos y pinturas. La sensación de caminar descalzo por los mullidos suelos de tatami es maravillosa. Si pudiera sustituiría sin dudarlo el parqué de mi casa por un tatami.
Pero como ya había comentado si por una cosa es famoso el Templo de Ryoanji es por su jardín de inspiración zen. Una gran superficie rectangular cubierta por grava blanca del que emergen quince rocas aleatoriamente. Esta sencillez de jardín irradia pureza y es considerada como uno de los principios del budismo Zen. A mi me vais a perdonar pero por mucho que contemplaba la escena no acababa de pillar el truco de la meditación y la tranquilada Zen ¿Será que me falta sensibilidad?
Tras el paso por el edificio del Templo de Ryoanji exploramos el jardín exterior. A diferencia del jardín de grava blanca, éste si que irradiaba paz. Tras recorrerlo en su totalidad pudimos encontrar bellos rincones y una cuidada vegetación con un gran lago que completaba el conjunto. Cerca de un pequeño puente se alzaba una humilde estupa blanca y junto a ella un caño de bambú por el que manaba agua para lavarse y purificarse antes de presentarse a los dioses.
En el gran jardín otras construcciones tradicionales esperan ser descubiertas por el visitante. Entre otras había edificios menores o auxiliares, y también lugares de oración semi ocultos por la frondosidad de las arboledas donde poder descansar del paseo.
Mientras paseamos por los caminos del jardín, y tras haber visitado el Templo de Ryonaji, nos preguntábamos si realmente merecía la pena los mil yenes que habíamos pagado por acceder al mismo y el tiempo invertido en su visita. Creo que la pregunta nos la hacíamos por la indiferencia que nos había causado su famoso jardín Zen de piedras y arena blanca. Aunque tras meditarlo un poco llegamos a la conclusión de que si merecía la pena, aunque sólo fuera por poder opinar sobre él. Además el jardín exterior es verdaderamente bello con gran variedad de árboles, entre los que se encontraban los cerezos floreciendo, y otros árboles trabajados y podados como sólo los japoneses saben hacerlo. Y sin olvidarnos del interior del Templo Ryoanji y sus bonitas pinturas escénicas.
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