Revista Música

"L'Orfeo": comunión entre las artes

Publicado el 30 noviembre 2022 por Germán García Tomás @Prima_lamusica

Un Orfeo revestido del espíritu de la danza. Esa es la propuesta que la coreógrafa Sasha Waltz nos ha planteado en su revisión de la ópera L'Orfeo de Claudio Monteverdi que el Teatro Real de Madrid ha llevado a escena en esta coproducción con Amsterdam, Luxemburgo, Bergen y Lille. Sasha Waltz & Guests son los encargados de elaborar esta visión integral del canto, la danza y los instrumentos musicales a la manera de una comunión entre las artes al estilo de la tragedia griega, con el blanco como color básico y esencial de bailarines y cantantes en los dos campestres actos que abren esta favola in musica, considerada durante bastante tiempo la primera ópera de la historia, puesto ya más que discutido y desocupado en favor de las precedentes transcripciones de idéntico mito por parte de Peri o Caccini. 


Espacialmente, la distribución propuesta por la coreógrafa alemana es digna de toda una performance teatralizada. Dos pequeñas orquestas, -cuerda frotada en el flanco izquierdo, y cuerda pulsada en el derecho, con variaciones que harán oscilar a sus miembros de uno a otro lado en base a la acción-, flanquean el espacio escénico central, una plataforma -cuadrada primeramente, más tarde más abierta y rectangular- sobre la que corretean, en un lenguaje danzado de múltiple y pintoresca semántica, los bailarines/cantantes/actores que escucharemos como los cinco pastores, los espíritus, y el desdoblamiento de La Música / Eurídice o La Mensajera / La Esperanza. 

Todo fluye en torno al movimiento festivo en continuo entrar y salir del marco escénico, un dinamismo que se trueca en violento y rígido rictus en el anuncio de la muerte de la esposa de Orfeo, donde el constante fluir de saltos cadenciosos y acompasados se sustituye por la parálisis del lamento plañidero de La Mensajera, con un coro plegado a la quietud polifónica. Todo el espectáculo diseñado por Sasha Waltz y su amplio equipo, desde la dirección escénica pasando por la utilería, iluminación, vídeo ambiental, sastrería, etc, es un prodigio de cómo hilvanar cada detalle escénico con lo que la continua monodia de Monteverdi exige de sus protagonistas vocales, con un Orfeo que se erige como el centro nuclear de una acción estática pero que el propio movimiento escénico, ondulante, inverosímil, provocador, hace avanzar visualmente.

Aparte del excelente cuerpo de baile, que revisita la ópera monteverdiana de manera poética, descarnada y sobre todo sincera desde la óptica de la danza contemporánea, el elenco de voces solistas avala una función en la que esta mixtura musical del Renacimiento tardío y del incipiente Barroco escrita por el de Cremona se ve engrandecida por el hipnótico poder e influjo del movimiento, que la hace enriquecer pese a los inexplicables significados de muchas evoluciones cuasi primitivas del lenguaje danzado. El barítono Georg Nigl, habitual colaborador de Waltz, es un intérprete que hace implosionar desde dentro la sufriente fisonomía vocal del cantor de Tracia. Más un tenor corto que propiamente un barítono, su voz tiene no obstante la facilidad y la limpieza de introducirse en esos vaivenes en el registro que requiere su parte, desde el omnipresente recitado acompañado hasta los complicados melismas y oscilaciones que ponen a prueba a cualquier cantante que se enfrente a Orfeo en su canto dirigido a Caronte del acto tercero. En líneas generales, arrojada y entregada recreación la suya, con sutiles matices de doliente introversión. 


Bella y ligera voz la de la soprano Julie Roset en la dualidad Música-Eurídice, y vibrato estentóreo el que acusó la también soprano Charlotte Hellekant en la Mensajera y la Esperanza, unas estridencias en el primer personaje que moduló con pianissimi en un arte de buena raza. Espléndida resultó la Proserpina de la mezzo Luciana Mancini, en continua comunión corporal con el Plutón del profundo Konstantin Wolff, más robusto que el Caronte de Alex Rosen, de casi igual color pero al que faltó mayor proyección, casi imposible por su zigzagueante discurrir por el escenario en trasunto de laguna. Como el dios Apolo, el barítono Julián Millán ve emborrada su emisión por su posición de espaldas al público en el pasillo central. Del resto de integrantes hay que alabar la capacidad de entregarse a la danza en simultaneidad con el canto bien timbrado. A ellos se une el Vocalconsort Berlin, otro conjunto habitual en los trabajos de Sasha Waltz, sólido y versátil coro de voces versadas en este repertorio de música antigua que se adecua a lo que se le exige dentro y fuera del marco de la escena, y cuyos integrantes despuntan diligentemente como solistas durante toda la representación.

Desde la toccata inicial, con los metales (cornetas y trombones) y percusión colocados solemnemente en el pasillo central -volviendo allí en el quinto acto con la entrada de Apolo-, los músicos de la exquisita Orquesta Barroca de Friburgo reviven la ópera monteverdiana en sus dos divisiones instrumentales a las órdenes de un dinámico y cuidadoso Leonardo García Alarcón, que con sus entradas e indicaciones desde el clave y el órgano portátil extrae un empastado sonido diseccionando la partitura con atención a las dinámicas y al timbre de laúdes y arpa barroca, en un trabajo de gran brillantez a cargo de la arpista Sara Águeda. El jolgorio y ambiente festivo de la moresca final hace partícipe al propio director y todos los miembros de la formación barroca en el centro del escenario en lo que es el postrero y frenético poder de la danza -con el ballet en silencio antes de comenzar la segunda parte- que arrastra a todos los elementos teatrales y musicales de esta novedosa y muy acertada recreación de L'Orfeo.



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