La abuela Mercedes desmigaja
historias entre mate y mate. Recuerdos húmedos y tropicales de su infancia
paraguaya, contados en presente, mezclados con palabras en guaraní y con su
acento inmune al paso del tiempo en Buenos Aires.
Nos habla del yasí-yateré, el
duende rubio que se roba los niños a la siesta y de cómo ella lo desafiaba,
para rescatar huevos de gallina en el monte vecino. De repente enlaza con un
tío abuelo, quien se enriqueció construyendo una iglesia: excavando los
cimientos encontró un cofre repleto de oro, escondido por el mariscal Solano
López, en su fuga luego de la guerra de la Triple Alianza.
Recuerda a su madre, a su abuela
que la crió y a un cuñado muerto hace tiempo, quien vendió por su cuenta un
Stradivarius herencia de familia. Logra que me extravíe entre tanto pariente y
solo emita algún comentario de ocasión para amenizar su monólogo.
Un nieto armoniza la charla con
un punteo en guitarra de Pájaro Campana y Merceditas y ella salta a sus años de
inmigrante y comunidad. A su lucha por dignidad y trabajo, con unas tijeras
apuntando al cuello de un patrón déspota.
Ahora sale desafío a las damas y
se vuelve un temible adversario: jugadora hábil, concentrada y con mañas veteranas.
La abuela Mercedes tiene memorias
de coser techos de lona, de enfermera de barrio, de siembra y cosecha de su
huerta. De construir, ladrillo a ladrillo, casa y familia de hijos, nueras y
nietos. Y también tiene un sueño: visitar por última vez a su Paraguay añorado.
La veo poco, con esto de los
tiempos y las distancias, pero cuando compartimos, me llena de historias, de
leyendas y fábulas. Y yo, mientras la escucho, intento en vano alojar tanta
vida en solo trescientas palabras.Como siempre, aguardo sus comentarios y sus críticas.
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