La abuela, una mujer de carácter donde las haya, luchadora
perseverante y con un gran afán de superación, era la mejor amazona de la zona
y, montada en su caballo, aparecía en cualquiera de sus fincas, cuando menos se
lo esperaban, para vigilar el trabajo de los obreros. Lo que en un hombre se hubiera
visto como normal, en ella chocaba: era mujer y ¡vaya mujer! No se sometió al
papel de esposa sumisa que marcaban los cánones de la época. Antes del nublado
—los de la zona todavía hablan de antes del nublado como referencia temporal—
estaba pletórica de salud y vida, salió de él envejecida y enferma. En su
rostro, los ojos seguían brillando con tenacidad, pero en su corazón se había
instalado la idea de descansar para siempre
y no seguir viendo tanta calamidad. Con la humedad, ella que nunca había
estado enferma, empezó a sentirse mal, tosía mucho y tenía escalofríos. Se
calentaba al lado del brasero y con piedras que acercaban a la trébede.
El ama de llaves musitaba un soniquete de oración para
ahuyentar los malos espíritus. Envuelta en un halo de misterio que embargaba su
espíritu, le susurró a la abuela que seguía oyendo noche tras noche el cantar del búho cerca de la casa. Ella la recriminaba diciéndole: ¿te parece poca
desgracia la que ya estamos padeciendo?
Cada vez que volvían los de la búsqueda, los inquiría con un gesto acompañado de una anhelante mirada. Al ver la negación en sus rostros, se enojaba y decía: mi nieta a merced de las alimañas. Sentada en su silla, con las uñas ennegrecidas y los bajos de las sayas empapados, miraba alrededor las paredes húmedas de su casa y con amargura y tristeza decía que estaba resignada a todo menos a no encontrar a su nieta. Determinó salir ella con la cuadrilla a rastrear más allá del río. Ese día se vistió el carácter del que siempre había hecho gala y les dijo: no tenemos más suelo que el que pisamos y si está lleno de agua, pues lo tendremos que secar.
Cada vez que volvían los de la búsqueda, los inquiría con un gesto acompañado de una anhelante mirada. Al ver la negación en sus rostros, se enojaba y decía: mi nieta a merced de las alimañas. Sentada en su silla, con las uñas ennegrecidas y los bajos de las sayas empapados, miraba alrededor las paredes húmedas de su casa y con amargura y tristeza decía que estaba resignada a todo menos a no encontrar a su nieta. Determinó salir ella con la cuadrilla a rastrear más allá del río. Ese día se vistió el carácter del que siempre había hecho gala y les dijo: no tenemos más suelo que el que pisamos y si está lleno de agua, pues lo tendremos que secar.