Revista Cultura y Ocio

La academia de los oyentes, Giacomo Leopardi

Publicado el 24 julio 2015 por Kim Nguyen

giacomo leopardi morto

Si tuviese el ingenio de Cervantes, tanto aquí en Italia como en el mundo civilizado, escribiría un libro para purgar a la sociedad, como él a España de la imitación de los caballeros andantes, de un vicio que, respetando la mansedumbre de las costumbres presentes, y quizá, incluso, bajo otros puntos de vista, no es menos cruel ni menos bárbaro que cualquier otro residuo de la ferocidad medieval fustigada por Cervantes. Hablo del vicio de leer y recitar a los demás las propias composiciones que, con ser antiquísimo, fue, en los siglos pasados, por su rareza, una miseria tolerable. Pero hoy, que a todos les da por componer y que la cosa más difícil es encontrar a alguien que no sea un autor, se ha convertido en un flagelo, en una calamidad pública y en una nueva tribulación de la vida humana. Y no es una broma, sino verdad, el decir que los conocimientos son sospechosos por su culpa y las amistades peligrosas, y que no existe hora ni lugar en el que cualquier inocente no tenga que temer el ser asaltado y obligado en el acto o arrastrado a otro sitio, para sufrir el suplicio de oír prosas sin fin o millares de versos, no ya con la excusa de querer conocer su opinión; excusa que, desde tiempos atrás, fue costumbre presentar como motivo de tales recitaciones, sino sólo exclusivamente para dar al autor el placer de ser oído y recibir al final las consiguientes alabanzas. En buena conciencia, creo que habrá poquísimas cosas en que más se muestre la puerilidad de a naturaleza humana y a qué extremo de ceguera, es más, de imbecilidad, se ve conducido el hombre por el amor propio, y por otra parte, cuánto puede ilusionarse nuestro ánimo consigo mismo en este asunto de recitar a los demás los propios escritos. Porque siendo cada uno consciente de la inefable molestia que supone escuchar las historias de los demás y viendo amedrentarse y apagarse a las personas invitadas a escuchar, que alegan todo tipo de impedimentos para excusarse, e incluso huyen de ello y procuran esconderse cuanto pueden, no obstante, con descaro y maravillosa perseverancia, como un oso hambriento, busca y persigue su presa por toda la ciudad, y, alcanzada, la conduce al lugar que le ha destinado. Y durante la recitación, dándose, en primer lugar, cuenta de los bostezos, luego por el estirarse y el gesticular y por otros cien signos, de las mortales angustias que prueba el infeliz oyente, no por ello se detiene ni le proporciona descanso. Es más, cada vez más orgulloso y encarnizado, continúa arengando y gritando hora tras hora, durante días y noches, hasta acabar ronco y hasta que, exhausto el auditorio, él mismo siente agotadas sus fuerzas, aunque no se sienta saciado. A lo largo de este tiempo y con los estragos que el hombre ha producido en su prójimo, experimenta, a decir verdad, un placer casi sobrehumano y paradisíaco, ya que vemos que las personas abandonan por éste todo el resto de los placeres, se olvidan de dormir y comer y, ante sus ojos, desaparecen de la vida y del mundo. Y este placer consiste en la firme creencia de que el hombre tiene que despertar admiración y producir placer en quien le escucha. De otro modo, le resultaría lo mismo recitar en el desierto que hacerlo delante de personas. Ahora bien, como he dicho, cuál es el placer de quien oye (prudentemente digo siempre oye y no escucha) cada uno lo sabe por experiencia y quien recita lo ve. Y sé además que, antes que un placer semejante, muchos elegirían cualquier pena corporal grave. Hasta los más bellos escritos y los de mayor valor llegan a ser, recitados por el propio autor, mortalmente aburridos. A este propósito, cierto amigo mío filólogo hacía notar que si bien es verdad que Octavia, oyendo leer a Virgilio el libro sexto de la Eneida, fue presa de un desvanecimiento, es muy posible que le acaeciese, no tanto por el recuerdo de su hijo Marcelo, según cuentan, cuanto por el aburrimiento de escuchar la lectura.
Tal es el hombre. Y este vicio de que os hablo, tan bárbaro y tan ridículo, tan contrario al sentido común de la criatura racional, es, en verdad, una enfermedad de la especie humana; porque no existe nación tan delicada, ni condición entre los hombres, ni siglo a quien esta peste no sea común. Italianos, franceses, ingleses, alemanes; hombres encanecidos y muy sabios entre otros asuntos, llenos de ingenio y valor; hombres expertísimos en la vida social, muy competentes en sus maneras, amantes del valorar las tonterías y del mofarse de ellas, todos se vuelven niños crueles en las ocasiones en que tienen que recitar sus escritos. Y como se da este vicio en nuestros tiempos, así se dio en los de Horacio, a quien ya le resultaba insoportable, y en los de Marcial, quien interrogado por uno por qué no leía sus versos, respondió: “Por no oír los tuyos”. Y así sucedía también en la mejor edad de Grecia, cuando, como nos cuenta Diógenes el Cínico, encontrándose en compañía de otras personas, todas ellas muertas de aburrimiento en una de tales lecturas, y viendo en las manos del autor, al final del libro, aparecer el papel blanco dijo: “Animaos, amigos: veo tierra”.
Pero hoy la cosa ha llegado a tales extremos que los oyentes, incluso, con gran sacrificio pueden dar abasto a las propuestas de los autores. Por todo ello, algunos conocidos míos, hombres laboriosos, considerado este hecho y persuadidos de que el recitar las propias composiciones es una de las necesidades de la naturaleza humana, han pensado proveer a ello y cambiarla, como se cambian todas las necesidades públicas, en utilidad particular. Con tal fin y en breve abrirán una escuela o academia, o bien un ateneo para los oyentes, donde, a cualquier hora del día o de la noche, ellos, o personas pagadas por ellos, escucharán a quien quiera leer a precios determinados, que serán los siguientes: para la prosa, la primera hora, un escudo, la segunda dos, la tercera cuatro, la cuarta ocho y así creciendo en progresión aritmética. Para la poesía, el doble. Para cada pasaje leído, queriendo volver a leerlo, como a veces sucede, una lira el verso. En el caso de que el oyente se durmiera le será devuelto al lector la tercera parte del precio adeudado. En caso de convulsiones, síncopes y otros accidentes ligeros o graves que llegasen a producirse en una parte o en otra, durante el tiempo de las lecturas, la escuela dispondrá de esencias y medicinas que se suministrarán gratuitamente. Así, transformándose en materia de lucro algo hasta ahora infructífero, como son las orejas, se abrirá un nuevo camino para la industria con el consiguiente aumento de la riqueza en general.

Giacomo Leopardi
Pensamientos

Cuadro: Leopardi morto
Guiseppe Ciaranfi, 1837


La academia de los oyentes, Giacomo Leopardi

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