La Administración Pública es ese gigante burocrático que ocupa en España un 40% del PIB y da trabajo a más de dos millones de personas. Por eso mismo, debemos pararnos a reflexionar acerca de los problemas de los que adolece su funcionamiento.
Mariano José de Larra en su fantástico artículo “Vuelva usted mañana” ya denunciaba las ineficiencias del sistema administrativo español del siglo XIX. A pesar de que ha llovido mucho desde que aquellos tiempos, los estudios demuestran que los españoles seguimos mirando con malos ojos a la Administración y a los funcionarios. De hecho, si hablo del “café del funcionario”, la mayor parte de vosotros entenderéis a qué me refiero. La politóloga Eloísa del Pino, en relación a esto, dice que los españoles somos “burófobos”, es decir, tenemos una tendencia cultural a menospreciar el trabajo del funcionario al que vemos casi como un privilegiado de la estructura del Estado.
Sin embargo, es curioso, que una vez que hemos utilizado los servicios de la Administración, las encuestas del CIS demuestran que los españoles tenemos un nivel muy alto de satisfacción con los servicios públicos. De hecho, el barómetro del CIS de 2014 refleja que solo para el 0.1% de nuestros compatriotas el primer problema del Estado es el funcionamiento de la Administración Pública. La doctora del Pino entiende que tras utilizar los servicios públicos, los españoles nos volvemos “burófilos”.
Entonces, ¿por qué ese rechazo inicial al funcionario y el mundo de la Administración Pública? Quizá ese escepticismo se hunde en las raíces sociológicas de nuestro pueblo. A lo largo de los siglos, los avances han tenido muchos problemas para cruzar los Pirineos y las mejoras organizativas de la gestión administrativa no han sido una excepción. A pesar de los intentos de Bravo Murillo (1852) o Leopoldo O’Donnell (1866), no fue hasta 1918 cuando Antonio Maura, a través del Estatuto que lleva su nombre, eliminase las cesantías (también conocidas como Spoil System), es decir, el hecho de que los funcionarios cambiasen en masa cada vez que cambiaba el signo político del gobierno. Además, los años de dictadura franquista tampoco ayudaron a la modernización de la Administración, sino todo lo contrario, y con esta herencia, en nuestro pensamiento colectivo, el “gigante” público sigue siendo algo farragoso y lento.
Sin embargo, en estos 40 años de democracia, podemos decir que tenemos, en líneas generales, una Administración Pública completamente fiable que respeta la legalidad y los procedimientos establecidos. Además, a juzgar por la aceptación entre la población de los resultados, también tenemos una Administración Pública eficaz… ¿y eficiente?
Quizás, tras analizar un poco los procedimientos administrativos, y la organización de la Administración Pública de la mano del profesor Baena del Alcázar, podemos observar una cierta falta de eficiencia en la gestión de la misma. La seguridad legal y procedimental de la burocracia Weberiana se da por supuesta. No se trata de olvidarnos de la legalidad y la seguridad jurídica, sino de buscar nuevas formas de organización que nos permitan obtener mejores resultados. De eso habla la Nueva Gestión Pública (New Public Management); una corriente de pensamiento que pretende implementar la eficiencia. En palabras de la profesora de la Universidad de Salamanca, Isabel María García Sánchez, la nueva gestión pública consiste en “una Administración que satisfaga las necesidades reales de los ciudadanos al menor coste posible, favoreciendo para ello la introducción de mecanismos de competencia que permitan la elección de los usuarios y, a su vez, promuevan el desarrollo de servicios de mayor calidad”.
En definitiva, debemos superar la administración Weberiana; muy garantista, pero poco eficiente, y sin olvidar los preceptos de seguridad jurídica avanzar, hacia una nueva gestión pública que obtenga los mismos buenos resultados, pero con un menor coste en tiempo y recursos.