Tal día como hoy, hace un cuarto de siglo, moría en la ciudad suiza de Ginebra el escritor argentino Jorge Luis Borges. Tenía 86 años y se hallaba estudiando árabe. No resultará exagerado para algunos aseverar que en Literatura siempre habrá un antes y un después tras la irrupción del autor porteño. Contaba apenas 24 años cuando vio la luz su Fervor de Buenos Aires (1923), publicación poética que le permitió adquirir el salvoconducto que le llevara directamente a las mieles de la calidad. La crítica, que siempre hizo mella en él, no dudó en hablar, a partir de su incursión en el mundo de las letras, de una ruptura en la literatura universal; de un clásico contemporáneo atemporal e imprescindible. Con Shakespeare y Cervantes compartirá ser un autor transhistórico, con una vasta obra que abarca el desarrollo con brillante lucidez de una amplia variedad en cuanto a géneros se refiere. Con todo ese bagaje, la ceguera de los otros [que no la suya] les condujo a negarle reiteradamente el Premio Nobel a lo largo de las tres décadas en las que siempre estuvo nominado.
Borges dejó dicho que uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído. O que imaginaba el Paraíso como una especie de biblioteca, algo que le obsesionaba. Y hay una curiosa anécdota en su vida, que él mismo detalla en su autobiografía con sumo esmero. Llegado Juan Domingo Perón al poder en 1946, al escritor bonaerense, que entonces tenía empleo en una biblioteca municipal, lo nombraron inspector de los mercados de abastos. Confundido, acudió a la autoridad a interesarse por tal designación. Se dirigió a un empleado al que espetó que, habiendo tanta gente trabajando en ese centro, cómo lo habían elegido a él. El funcionario lo miró fijamente y le dijo: “Bueno, usted apoyó a los aliados durante la Guerra. ¿Qué pretendía?”. Se marchó de allí, comprendió la afrenta y, acto seguido, dimitió del cargo.