Intermedio I. Sombra del pasado
Soy un hombre que va a morir dos veces. Se supone que no me importe… pero me aterra.
Lo primero es que sepan que mi nombre es Álaverez… en realidad, Al-Abbás ibn al-Walid. Mientras vivía mi primera vida, no fui ningún cobarde. Mi padre, el califa Al-Walid I, no me nombró general desde edad temprana por mi nacimiento, sino por mi valor. Era noble, pero no lo suficiente piadoso para aspirar a su silla y guiar a la umma.
Fue mi tío Hisham quien reconoció en mí las cualidades del guerrero, pues nunca fui ni quise ser un estudioso del Corán cómo mi padre. A su lado vencí la fortaleza Capadocia de Tuwani (yo, combatiendo cimitarra en mano; él, tumbado en una silla de mano, aquejado de terribles dolores, pero guiando a los muslimin con mano de hierro). Su salud terminó de minarse junto a los muros de la ciudad de Tyana, adyacente a la fortaleza otomana. En su nombre –pronunciado en voz baja– y en el de Alá, Mahoma y el de mi padre, gritados a voz en cuello, hice pagar con sangre la resistencia de la ciudad, cuando al fin cayó en mis manos de sólo diecinueve años.
Era el segundo año de reinado de mi padre, allá por el 707, y yo le di la primera gran victoria de su califato. Fui llamado a Damasco y cubierto de honores, entre ellos la cadena de general omeya. Era aún joven y estaba decidido a transmitir el Islam a punta de acero y no de palabra: conquisté Sebastopol en Cilicia cinco años después, y al año siguiente Antioquía de Psídia.
Con la muerte de mi padre, dos años después, mis sueños de grandeza se derrumbaron. Mi tío, Suleimán ibn Abd al-Malik, fue aclamado califa el mismo día que su hermano mayor partió al yanna. Si justo, sabio y piadoso fue mi padre, cruel y veleidoso fue mi tío. Su califato tuvo un primer año en el que colmó a quienes les apoyaron de riquezas y honores. Al año siguiente, les persiguió y encarceló con igual celo. Por razón, sólo aducía que quien traiciona una vez, lo volverá a hacer.
Durante esos dos años, me retiré a la gran mezquita de Damasco, erigida por mi padre sobre las ruinas de la Basílica infiel de San Juan Bautista. Me sumergí por fin en el Corán para honrar los deseos de mi progenitor y no ser manchado por las intrigas de mi tío.
Bien conocía yo su corazón y él el mío. Aunque mis tropas me amaran y mis hazañas de antaño eran admiración allí donde llegaran los omeyas, mi falta de ambición me salvó de su pesada mano. Cuando me ofreció el mando de la campaña contra Constantinopla, traté de disuadirlo de que no había tropas ni recursos suficientes para doblegar a los otomanos, cuyo valor conocía bien. Él se rio en mi cara y me llamó cobarde.
Yo suspiré en la suya y le entregué mi cadena de mando. Él la pasó a mi primo Maslama ben Abd al-Malik, quien la perdió cuando tuvo que huir cómo un perro al siguiente año de las puertas de Constantinopla.
Alá quiso que la negrura de Suleiman fuese castigada, y le envió la muerte el mismo mes que los muslims abandonaban el asedio de la capital de Bizancio. Tan perverso fue en su vida cómo en su deceso, rompiendo el linaje al designar a su amigo (malas lenguas dicen que amante) Umar ibn Abd al-Aziz.
Siguiendo la tradición del anterior califa, no me restituyó a mi puesto. Tampoco me importó demasiado: sus tres años de gobierno pasaron cómo era de esperarse, con penas, sin gloria y con el odio heredado hacia su antecesor. Su debilidad fue tal que consideró retirarse de las tierras ibéricas, tan costosamente atraídas al Islam. La palabra del profeta pareció morir, estrangulada en sus manos.
No es de extrañar que a su deceso el califato entrara en restauración. Mi tío Yazid, bueno y sabio, fue llamado a la silla en febrero del 720. Todos le juramos rápida lealtad, menos el infiel gobernador de Irak, líder de los abasíes. Con lágrimas en los ojos, mi tío me restituyó mi cadena, mis hombres y mi misión. Solamente podía haber un califa, por lo que únicamente podía haber un resultado.
Ya tenía yo treinta y dos años, pero mi cimitarra era aún pesada y mi nombre no había sido olvidado. Si alguien pensaba aún que mi retiro de cinco años me había vuelto blando, mi furia sobre los rebeldes les disuadió de lo contrario. Era la ira de todo un quinquenio viendo cómo se destruía el legado de mi padre, por lo que les demostré a todos lo que sucedería si alguien osaba levantar la mano sobre la sombra del califato. De rojo abasí se tiñó el Tigris, y la unidad fue restaurada durante veintidós años.
Los califas se sucedieron, pero yo continué allí, defendiendo la paz interna. Tal fue mi devoción y mi violencia que los sultanes temblaban sólo ante la amenaza de que mis huestes se plantaran en sus puertas. Al-Abbás, la aguja que unía los omeyas, me llamaban. Pero, con tristeza, vi cómo una serie de malas decisiones hacía crecer el odio dentro del imperio.
Al paso del tiempo, he comprendido que yo también contribuí a que todos nos odiasen. Para tratar de apaciguar las tribus opositoras, el último califa omeya, Marwan II, me hizo encarcelar en Harran. Yo tenía sesenta y dos años, pero tal vez si me hubiese llevado con él en una silla de manos, cómo iba mi tío durante la toma de la fortaleza de Tuwani, no hubiese encontrado la muerte a manos de los abasíes en la batalla del Gran Zab…
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