Revista Opinión

La alameda

Publicado el 23 septiembre 2013 por Miguelmerino

Sentirse extraño y distinto desde la infancia lo inició por un camino que en muchos casos, si no es una senda del todo descarriada, acaba produciendo genios, poetas y escritores, gente más o menos rara.

Aguirre, el magnífico, Manuel Vicent

A este escritor, a veces, casi siempre, le gustaría merecer tal título de manera indubitable. Las dudas no son ajenas, que poco importaría; son propias y grandes. Si el escritor supiera,  y créanme que le gustaría saber, les haría ver la alameda que él está viendo y lo que en ella acontece, aunque hayan pasado más de cuarenta años, un soplo en el discurrir del mundo. Aun con las dudas, se atreve y lo intenta; ustedes sabrán disimular si no lo consigue.

La alameda está al borde de un río que juega al escondite con su nombre redundante. Guadiana: del árabe Guad y el prerromano Ana, ambos con el mismo significado de río. Baja desde una zona que llaman el polígono y va descendiendo de manera escalonada hasta casi besar la orilla. En algunos de sus troncos, altos y grises, hay dibujados, a punta de navaja, corazones y flechas. José Juan y Ana Mari; Manolo y Mari Carmen; Miguel Ángel y… El escritor no consigue leer que nombre le acompaña.

Entre los álamos, hay una zona que, a base de ser transitada, se ha convertido en camino.

La alameda
Por ahí bajan en tropel suficientes muchachos para formar un equipo de fútbol, incluso con algún suplente. Llegan a la orilla y se desnudan. Los más están sin bañador, así que se quedan en unos calzoncillos de tela basta, a media pierna, y con una abertura en el frente para facilitar la micción; vulgo, mear. Al salir del agua,  con los calzoncillos mojados, es como si estuvieran desnudos. En la parte donde se baña la chiquillería, el agua está tranquila, con una corriente suave y sin peligro, pero algo más adentro y hasta la otra orilla, la corriente es mucho más fuerte; no obstante, los más atrevidos cruzan el río a nado y se adentran en la orilla opuesta.

El escritor, algo pusilánime por aquel entonces, se queda en esta orilla, con dos compañeros más. Hace poco que nada con cierta soltura pero aun no se atreve a enfrentar la corriente; el espíritu aventurero no le ha inundado; ni siquiera le rozó levemente los pies. Se tumba al sol con la idea de que se le seque pronto el calzoncillo y poderse poner los pantalones. No se siente cómodo semidesnudo. Un chucho se acerca adonde están los muchachos. Estos empiezan a jugar con él; le lanzan un palo y el perro sale corriendo, lo coge y lo trae de regreso. Se nota que está acostumbrado al juego. En esto aparecen unas muchachas, cuatro, que preguntan si el perro les pertenece. El escritor, poniéndose los pantalones deprisa y azarado, les dice que sí, que el perro es de ellos, por si de la falsa propiedad se puede obtener alguna ventaja. Una de las muchachas viste un short rosa pálido que deja al descubierto unas largas, morenas y bien torneadas piernas, una blusa blanca sencilla y unas chanclas rosas de goma. Tiene el pelo rubio y largo, casi hasta la cintura, unos ojos claros y grandes, como balcones abiertos, una risa fresca y contagiosa y parece que el escritor le ha caído bien, pues es al que se dirige para preguntarle:

- ¿Vosotros sois de Los Hogares?

- Sí. – contesta el escritor algo dubitativo. No es que se avergüence, pero no gozan de buena fama.

- Nosotras vivimos cerca, en el Altozano, frente a la Residencia.

- La madre de éste tiene una pensión allí.

- ¡Qué casualidad! Pues seguro que nos vemos entonces. ¿Cómo te llamas?

- Miguel Ángel ¿y tú?

Lo que son los vericuetos de la memoria; el escritor acaba de leer, bien claro, aunque la caligrafía no es buena, el nombre que faltaba en aquel corazón atravesado por una flecha:

Miguel Ángel y Rosalía.


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