Creo firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la
felicidad. A la felicidad le encomendamos excesivos oficios. En
ocasiones malvivimos porque estamos empecinados en ser felices y, a la
menor contrariedad, en cuanto se nos tuercen un poco las cosas, nos
afiliamos a la tristeza, al desencanto, al gris como color favorito.
Vivir, a pesar de algunos contratiempos, es maravilloso. Una vez que
aceptamos la alegría y la buscamos con denuedo, lo demás viene por
añadidura. Ninguna recomendación más higiénica, de más sano interés que
ésta: buscar la alegría, inclinar el alma y el cuerpo a su centro exacto
y sorberla sin decoro, abrevando la testuz, perdiendo las formas, caso
de que tuviésemos y en alguna ocasión hubiesen sido útiles en algo.
Creo
firmemente en la alegría. Creo en la alegría por encima de la
felicidad. Incluso a veces, es cierto que únicamente en muy contadas
ocasiones, la alegría se instala en el lugar en donde antes reinaba el
placer. El placer es un invento de la oscura maquinaria genética que el
azar o las cuerdas secretas del universo nos instalaron en el sistema
nervioso para perpetuar la especie. Existimos en este puñetero mundo
porque traer hijos al mundo da un placer enorme. Si no fuese así, si la
alegre coyunda no nos transportara el cielo puro de la contemplación
mística, hace tiempo que la raza humana andaría flaca de especímenes.
Pero con la alegría no se juega a los médicos. La alegría está ahí sin
un motivo oculto: está para ensancharnos el pecho y hacernos creer que
éste es el mejor de los mundos posibles. Alegres, somos invencibles. En
la tristeza, en la pobreza del ánimo, somos frágiles. Las guerras las
pierden los débiles en alegría: las ganan incluso cuando pierden. Sucede
este contrasentido porque el derrotado, en su alegría, desestima la
posibilidad de darle importancia a esa derrota. Será verdad eso de que
toda pasa en el cerebro. Que fuera de lo que pensamos nada existe. Fuera
de este texto el mundo es irrelevante. Me voy esta noche a la cama
pensando, pasillo abajo, que soy el tipo más feliz del mundo. Y sonrío
en mi engaño. Y me acuesto engañado y satisfecho. Como un tonto que
ignora su condición y se emboba admirando la tontura del resto. Tengan
ustedes muy buenas noches y sean felices en lo que puedan. O alegres. O
las dos cosas. Qué trabajo cuesta ese esfuerzo por un ratito.