Revista Cultura y Ocio
Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños. Lo dijo Blanche DuBois por boca de Vivien Leigh en Un tranvía llamado deseo, la obra de Tennessee Williams que llevó al cine Elia Kazan y que supuso, entre otras cosas, la irrupción del Actor's Studio, con Marlon Brando de bandera, en Hollywood. Hoy pensé en esa frase. Me vino a la cabeza sin que atinara con las palabras exactas que pronunció Blanche. No hay manera de cribar qué recordar y qué no, cuándo tendrás en la cabeza un verso de Poeta en Nueva York o un estribillo de The Beatles. Acuden las frases (o las imágenes o los sonidos) sin que nada las reclame. Hoy de camino de vuelta a casa (después de un agradable periplo de bares con buenos amigos) escuché la frase por ahí adentro y ya no pude soltarla. Por más que he pensado, no tengo ni idea del porqué de su visita, ni tampoco de los porqués (habrá más de uno) que me hacen depositarla aquí, no sé si a modo de petición para que alguien la acoja y me libere a mí de su peso. Uno acarrea muchos, no exigen que se les preste más atención de la precisa, pero incomoda que se entrecrucen y se mezclen con conversaciones que tienes con los demás o las que, en ocasiones, uno monta consigo mismo. Ahí estábamos los dos, Blanche y yo, de vuelta a casa. El recado que dejó Williams en su obra de teatro (la frase antológica de su personaje frágil y necesitado de afectos) perdura así, imagino. No hace falta ver de nuevo la película, ya que no he leído nada del autor en libro. Lo que sabemos, todo lo que prorrumpe sin permiso, ese bagaje a veces inútil de frases o de imágenes o de sonidos, dice cómo somos. Sin doblez. Libremente. También uno depende de la amabilidad de los demás, sean o no extraños. Con ellos, con los que no conoces y tratas, siempre sentí una especie de inclinación natural a tratarlos como si de verdad les conociera. Como si hubiese estado con ellos antes. No es algo que prevea hacer, nada que yo organice para que el trato discurra con más naturalidad. Sale solo, se arrima a la realidad sin que yo lo organice ni cribe. El mundo, en cierta forma, parte de él, pertenece a los extraños. Yo me muestro amable con quienes no conozco. Lo hago sin pensar en después, en si yo mereceré esa atención o si alguien la apreciará. En cierto modo no me importa ni una cosa ni la otra. No sé hacer otra cosa. Otro asunto es que a veces cueste. Depender de la amabilidad como Blanche no es sensato tampoco.