Revista Filosofía

La aparición del individuo y de la vida privada

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   No fue antes el individuo, sino la sociedad. “En verdad, el individuo mismo es la creación más reciente”, dejó dicho Nietzsche. El modo de organización social original, como bien dice Friedrich Engels apoyándose en las investigaciones del antropólogo L. H. Morgan sobre los indios norteamericanos, es el comunismo primitivo, allí donde sólo existía el “nosotros” y ni siquiera solía haber palabras para designar el “yo”. La participación en el “nosotros” anegaba la voluntad individual, hasta el punto de que los integrantes de la antigua gensse limitaban a incorporar sus acciones a los modos de comportamiento previstos por la colectividad. “Para el indio –dice Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el estado”, en donde recoge las investigaciones de Morgan– no existe el problema de saber si es un derecho o un deber tomar parte en los negocios sociales, sumarse a una venganza de sangre o aceptar una compensación; el planteárselo le parecería tan absurdo como preguntarse si comer, dormir o cazar es un derecho”. Los modos de organización social eran, pues, congruentes con estos planteamientos: “El estudio de la historia primitiva –dice también el coautor del “Manifiesto Comunista”– nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandria y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes”. En tales regímenes sociales no existía, claro está, la propiedad privada, puesto que no había sujeto posible al que aplicarla, ni excedentes de producción que hipotéticamente permitieran ponerla en marcha, puesto que se consumía lo que se tenía.

La aparición del individuo y de la vida privada    El nacimiento del individuo no es propiamente un suceso sino un  proceso. Un proceso largo y costoso que ha ido entrando por las páginas de la historia (sigue haciéndolo aún) con gran esfuerzo. No lo hizo suficientemente en el mundo antiguo: “El ‘yo’ no tiene gran papel en la noción antigua del mundo –dice Ortega–. Los griegos no usaban nunca tal palabra en su filosofía”. Aaron Gurevich lo confirma en “Los orígenes del individualismo europeo”: “En la Antigüedad, al parecer, no existía la conciencia personal (…) El individuo está sometido a una fuerza superior sin rostro, el destino, al que no está en condiciones de oponerse”. Sí podemos destacar, sin embargo, como otro de los hitos fundamentales de ese proceso, el momento en el que San Pablo incluye en el bagaje cultural de Occidente la idea de que “somos templos del Espíritu Santo”, y de que, por tanto, la fuerza creadora reside en nosotros, los individuos.  O aquel otro, a comienzos del siglo V, en el que San Agustín declaraba: “Yo y no el destino ni el azar ni el diablo”, una idea que manaba en el santo de la misma fuente que le hizo escribir un libro como las “Confesiones”, en donde emerge la necesidad de dar razón de sí mismo, de interrogarse sobre su propia identidad. Como asimismo hizo Patricio, el apóstol de Irlanda, que en su propia “confesión” escrita pregunta a Dios: “¿Quién soy, Señor, y cuál es mi sentido?”. Todo lo cual vendría a sustentar esta reflexión que siglos después hiciera Kierkegaard: “El heroísmo cristiano, muy raro por cierto, consiste en que uno se atreva a ser sí mismo, un hombre individuo, este particular hombre concreto, solo delante de Dios, solo en la inmensidad de este esfuerzo y de esta responsabilidad”. Sin embargo, a lo largo de la Edad Media fue el cristianismo el que sirvió de sustento ideológico a la idea de que el destino del hombre se decide exclusivamente en instancias que le trascienden.
   Llegado el momento, surgieron el Renacimiento y la Reforma para dar un renovado impulso a la idea del individuo como gestor de su propia vida. Lutero (1483-1546) llegó diciendo: “El cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas; no se halla sometido a nadie”.Y Friedrich Schleiermacher (1768-1834), el filósofo-teólogo protestante más importante de Alemania después de Lutero, proclamaba: “Manifestad vuestra individualidad y marcad con vuestro espíritu todo lo que os rodee; trabajad en las santas tareas de la humanidad, atraed a espíritus amistosos, pero siempre mirad en vosotros mismos, estad atentos a lo que hacéis y a cómo se revela vuestra esencia”.
   Todo fue cambiando para acomodarse a los nuevos parámetros que la emergencia del ser individual iba imponiendo. Hasta en el vocabulario: “La palabra ‘yo’ –dice Jeremy Rifkin en “El sueño europeo”comenzó a aparecer con más frecuencia en la literatura a comienzos del siglo XVIII, igual que el prefijo ‘self’ (auto) (...) La autobiografía se convirtió en un nuevo y popular género literario. En el terreno artístico se hicieron populares los autorretratos. Más interesante aún es el dato de que a mediados del siglo XVI había una producción masiva de pequeños espejos personales, un artículo poco usado en la época medieval”. Deambular en solitario dejó de ser, como lo había sido en la Edad Media, un signo de desvarío. En el ambiente doméstico irrumpió un nuevo valor: la privacidad, de modo que, por ejemplo, empezaron a ser posibles los dormitorios personales en cada vivienda; todavía Miguel Ángel dormía con sus asistentes, cuatro en la misma cama, y aún en aquellos tiempos de transición a la Modernidad era costumbre que, en las noches de boda, los familiares e invitados de los recién casados acompañaran a estos al lecho conyugal para presenciar la consumación del matrimonio. En el siglo XVIII, actos como bañarse desnudo, orinar y defecar pasaron también a la esfera privada, y la visión y el olor de las heces humanas se empezaron a convertir en fuente de incomodidad y disgusto.
   El ramal de la Ilustración que Kant representó marcó un hito decisivo en esta larga emergencia del individuo: “ ‘Sapere aude!’ ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento!”, fue el lema que este filósofo consideró que expresaba la esencia de aquel momento. Desde entonces, la democracia pasó a dar articulación política a la idea de que es en el individuo, investido ahora de la condición de ciudadano, en quien ha de residir la responsabilidad última de la marcha de los destinos colectivos. La Asamblea Nacional Francesa de 1789 proclamó “los derechos naturales e inalienables del hombre y del ciudadano”. Los hombres, se decía en tal proclama, “nacen libres y continúan siempre libres e iguales en sus derechos”, los cuales se enumeraban y definían como los derechos a la libertad, la propiedad privada, la inviolabilidad de la persona y a la resistencia contra la opresión. Todos los ciudadanos eran, pues, iguales ante la ley y tenían derecho a participar directa o indirectamente, en la legislación; nadie podía ser arrestado sin orden judicial; y se garantizaba la libertad religiosa y de expresión.
   Pero estas pretensiones de hacer nacer definitivamente al individuo como ser libre y responsable tuvieron que hacer frente a lo largo de toda la Era Moderna a las que reaccionaban contra ello y trataban de rehabilitar la fuerza de lo colectivo. Lo cual quedaría meridianamente claro en las diferentes utopías que imaginaron diversos autores de la primera Edad Moderna, para empezar, la de quien utilizó por primera vez esa palabra, Tomás Moro (1478-1535). La sociedad que Moro imaginó desde aquellas premisas colectivistas habría de habitar en ciudades construidas todas ellas con el mismo plan, y en ellas todos sus habitantes habrían de vestir de la misma forma. Los lugares de residencia estarían abiertos para todos y se intercambiarían por sorteo cada diez años. La vida privada no tendría allí sentido alguno. La comida tendría lugar en comedores comunales. Nadie podría viajar sin autorización; la violación por dos veces de esta regla se castigaría con la esclavitud. La edad mínima para el matrimonio sería de dieciocho años para las mujeres y de veintidós para los hombres, castigándose severamente el sexo fuera del matrimonio. Y no existiría la propiedad privada, fuente de todos los males que afectaban a la humanidad, según Moro. La maquinaria del reloj, en la cual cada pieza no es sino apéndice de las demás, servía como adecuada metáfora de esa sociedad utópica en la que, contradiciendo aquel impulso hacia la individualidad que estaba brotando, todo cumple una función prevista y decidida al margen de la voluntad individual.
   Tommaso Campanella (1568-1639) en “La ciudad del sol” imaginó un mundo muy parecido al de Moro, en el que también serían comunes todas las cosas, incluso las artes, los honores y los placeres. Todos vivirían en comunidad, y de la educación de los niños se encargaría el gobierno, pues la familia, fuente de la codicia humana, quedaría eliminada. Y para que todo cuadrase y nadie se desmandara, la sedición contra el Estado se castigaría con la muerte.
   Alexis de Tocqueville en “La democracia en América”, que publicó en 1835, observa las dos perversas direcciones que, superpuestas a la que favorecía la libertad y la responsabilidad, estaban tomando muchos individuos: una de ellas les dirigía hacia sus intereses más pacatos y egoístas, y la otra, a la promoción de un colectivismo totalitario: “Quiero imaginar –dice pensando en aquella primera perversión– bajo qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales, que dan vueltas sin descanso sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; en lo que se refiere a sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y, si le queda todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria”.
   Y desvelando la base misma que hace posible la aparición de los totalitarismos, dice asimismo: “Por encima de ellos (de aquellos hombres que “dan vueltas sin descanso sobre sí mismos”) se alza un poder inmenso y tutelar (…) Es un poder absoluto, detallado, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no se persigue, al contrario, más que mantenerlos irrevocablemente en la infancia; le gusta que los ciudadanos se diviertan, con tal de que no piensen más que en divertirse. Trabaja a gusto por su felicidad; pero quiere ser su único agente y su único árbitro; provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias (…) De esta manera, a diario, hace menos útil y más raro el empleo del libre arbitrio; encierra la acción de la voluntad en un espacio más pequeño, y arrebata, poco a poco, a cada ciudadano, hasta el uso de sí mismo”.
   El mismo Tocqueville concluye resaltando esta escisión que sufría (y sigue sufriendo) el hombre moderno: “Nuestros contemporáneos son incesantemente asaltados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de seguir siendo libres”. Apoyados en el sesgo que les hacía desear ser conducidos, surgieron los adalides del totalitarismo del siglo XX: “Fuimos los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo”, aseveró, por ejemplo,  Benito Mussolini.
Pero la dirección de la historia está marcada. Así lo señaló María Zambrano: “La persona humana (…) constituye no sólo el valor más alto, sino la finalidad de la historia misma”. Y lo mismo vino a decir Miguel de Unamuno: “El proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad plena sino en el individuo”. Aún más dijo el filósofo vasco: “El individuo (es) el fin del Universo”.

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